Entre tantos significados que tiene el amor, está la experiencia de la espera. Amar es vivir en clave de expectativas, casi siempre cayendo con la esperanza de ser recibidos por el amado. Su realización deviene en pruebas de cariño, en la manifestación o confirmación de que el sentimiento es real.

Y no escribo solo desde el plano del amor erótico, entre quienes sienten atracción física, sino desde toda vivencia donde medien los sentimientos. En textos antiguos, por ejemplo, recuerdo haber escrito sobre cómo, en mis años de adolescencia —lejos de mis padres y en otro país—, aguardaba a diario la llegada del cartero para saber si venía una carta para mí.

Debía causar ternura al encargado de entregar la correspondencia porque, novelescamente, yo lo esperaba para preguntarle lo mismo: “¿Hay carta para mí?”. Casi nunca la había. Si no tienes la costumbre de escribir o, peor aún, de expresar los sentimientos, las cartas llegarán muy escasamente.

Y no se muere uno de inanición, porque siempre habrá subterfugios, alternativas, auxilios disfrazados de presencia que llenan un poco las necesidades de afecto. Pero uno nunca se acostumbra del todo a la privación del amor esperado. Amar es también esperar, incluso en estado de latencia. Eso, que quizá tenga su grado de absurdo, se aloja en algún espacio bajo la piel.

Esa espera hoy es más obsesiva, porque ya no es aguardar al cartero que llega dos veces por semana, sino —gracias a la tecnología— esperar notificaciones constantes. Cuántas veces no hemos estado pendientes de una luz en el celular, en espera del milagro de un “hola”, de un “¿cómo estás?”. Lo de hoy es una passio constante.

Las formas han cambiado, pero el fondo no tanto. Escribo sobre la pereza de escribir, el descuido o la estrategia malsana de prolongar la sed del presunto amado. Porque lo nuestro, a veces, es la tacañería emocional, el cálculo, la medida. Como si funcionáramos desde el horizonte de la economía, asumiendo el valor del ahorro. Capitalistas de los sentimientos: damos poco esperando recibir mucho.

No dudo que las palabras puedan ocultar la realidad y que no ofrezcan garantías —qué duda cabe—. Ni tampoco que el silencio, a veces, no sea ausencia. Sin embargo, según me parece, habría que fundar una cultura donde florezca la espontaneidad de las emociones. Si lo que importa es amar —como sugerían san Agustín y Pascal—, ¿por qué no satisfacer la espera de quienes merecen nuestro cariño? Luciríamos más humanos… y quizá viviríamos más. Y mejor.

Eduardo Blandón

ejblandon@gmail.com

Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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