Una de las convicciones más arraigadas de la modernidad, según ha enseñado la filosofía, es que somos diferentes y especiales en comparación con las demás especies del universo. Es muy probable que esta idea no sea original, dada una larga tradición que se remonta a las culturas semíticas o quizá incluso antes.
Esa es la base que llevó a Kant a afirmar que los hombres —la humanidad entera— poseemos facultades especiales y dignidad, porque, al final, lo nuestro es la racionalidad. Somos, como ya lo había dicho Descartes, res cogitans, esto es, “cosas pensantes”. La modernidad seculariza el optimismo cristiano.
No es que se ignorara nuestra “mala levadura”, esa inclinación perversa de cada uno conforme a su materialidad; solo que se veían posibilidades de marcar la diferencia. Así, la ética se fundaba en la fuerza de una voluntad dirigida hacia el bien. “El deber por el deber” era plausible porque la razón, que dicta a priori —siempre Kant—, le permitía al sujeto vivir moralmente.
Esa razón práctica facultaba la vida buena, tanto como la razón pura descubría la verdad de las cosas. De aquí el sentido del sapere aude: basta pensar para crear un mundo humano, lejos de la barbarie de una existencia entregada a los instintos. Claramente, esa superioridad no tiene parangón.
Algunos han criticado esa disposición de ánimo —que también cultiva el romanticismo, aunque de otro modo— no solo poniendo en duda la presunta “racionalidad” humana, sino destacando los instintos que nos gobiernan. La Escuela de Frankfurt, al igual que el psicoanálisis en su momento, puso en evidencia la irracionalidad natural del hombre.
Así, mientras algunos ven oro en el corazón humano, otros, quizá menos optimistas, identifican solo cobre: un material que eventualmente relumbra y que, fugazmente, esconde el viejo metal. Las guerras, el odio, la mentira, el error y las malas decisiones confirmarían ese estado miserable.
No dudo de esto último, aunque diré aún más: los niveles de perversión son distintos en cada uno. Los hay mejores y peores. Por ello, a veces somos felizmente sorprendidos con la bondad de los primeros y amargamente decepcionados por la pequeñez de los segundos. Somos eso: “humanos, demasiado humanos”. Pero esto no debe ser pretexto para no mejorar. Pulirse es el inicio de toda transformación auténtica. Yo creo que se puede.