Los cristianos aseguran, conforme a sus metáforas recurrentes, que la vida es un peregrinaje. Caminar es la norma, mientras no se alcanza ese estado de quietud y alegría perpetua en adoración a Dios. La moral cristiana enseña a no desfallecer, pues la fatiga tiene su recompensa al final de los tiempos.

Puede que esa sea la razón por la cual existir signifique naufragar: permanecer, paradójicamente, en medio de la inestabilidad, sufriendo cambios constantes, donde solo queda resistir y aceptar la infelicidad. Como si lo nuestro fuera, en realidad, la quietud; y por eso, siguiendo la narrativa cristiana, este mundo sería un «valle de lágrimas».

El libro del Éxodo lo confirma. Si algo reprochan los judíos a Dios, en un momento de cansancio, es haberlos sacado de Egipto, donde comían, dormían y, en medio de sus tragedias, al menos proyectaban mínimamente sus vidas. «¿Para qué nos sacaste de Egipto?», le reclaman a Moisés, hundidos en la tribulación.

Estimo que la literatura también hace guiños a esta idea. Ulises, por ejemplo, anhela volver a la paz de su casa, a su patria, con sus amigos. Vale la pena la lucha –enfrentarse a los lestrigones, a los cíclopes y al salvaje Poseidón, como dice Kavafis– si Ítaca está en nuestra mente y es el destino del viaje.

Según esto, luchar no sería parte constitutiva de nuestra realidad última. La beligerancia es apenas una necesidad, un medio, para alcanzar la tranquilidad del espíritu: la paz. Por eso, supongo que tiene sentido el pro bono pacis latino, con el cual se dirimían los conflictos de forma incruenta, adulta y sabia.

Con todo, no se puede negar en algunos una cierta naturaleza violenta que contrasta con lo dicho hasta ahora. Son espíritus que justifican el cambio –incluso el progreso– solo a través de la fuerza. Así, aun la redención de Cristo tuvo que ser cruenta. Es decir, nada bueno podría alcanzarse en la paz de los monasterios, con la quietud del ora et labora de los cartujos.

Los sabios son la antítesis de lo fragmentario. Insisten en la unidad, en el valor del silencio y en las bondades de la vida retirada. No es necesario esperar el cielo: con Buda podemos alcanzar la iluminación que nos conceda la felicidad deseada sin hacernos daño ni ofender a los demás.

No es “buenismo”, como critican algunos, aduciendo una supuesta falta de comprensión de la vida, fundada —según ellos— en una dialéctica que exige la negación del otro (de los otros), su aniquilación. Es más bien la narrativa opuesta: la convicción de que lo nuestro se gesta desde una paz que nos genera y nos devuelve la humanidad perdida con el regalo de la vida plena.

Eduardo Blandón

ejblandon@gmail.com

Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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