Creo que es el budismo el que afirma que lo nuestro es el dolor. Nacemos heridos, y esto nos marca. Reconocerlo será la base de una moral que funde nuestras acciones. No hay que perderse: la sabiduría debe partir de esta especie de tragedia común, el sentimiento de ser sujetos sufrientes.
Esa intuición vitalista ha inspirado a filósofos como Ortega y Gasset, y a buena parte de la tradición anterior, como la de Kierkegaard, Schopenhauer y Nietzsche. Aunque, seguramente, ya el mismo Diógenes lo había comprendido, sin que su formulación fuese tan sofisticada como las que se desarrollaron después.
Es como si se aceptara que nuestra tragedia fuera la piel. Lo es desde la visión gnoseológica, según la cual la percepción se tamiza por la afectación sufrida por los sentidos. «Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu», afirmaban los escolásticos, o quizá el mismo Aristóteles. Algo así como: «Nada hay en el entendimiento que no haya estado antes en los sentidos».
Todo apunta a que cualquier perversión del conocimiento tiene su origen en la recepción de esa realidad que Kant juzgaba incognoscible (noumenal). Esto sugiere que las imágenes mentales son figuraciones mediadas por los poros: una traducción (traición) basada en la dermis, sujeta a condiciones del carácter, el ambiente o el tiempo.
La ética también quedaría informada por la piel. Pensemos en la dialéctica entre la voluntad querida y la voluntad queriente, como la expresó Blondel. El drama de los deseos —esos que también, según el budismo, habría que extirpar— se impone, extraviándonos conforme a sus imperativos sensuales.
Ese animal de posibilidades que somos cada uno se bate en el frente: entre el espíritu y la carne. Siempre oscilante: unas veces poeticus, otras tantas, vulgaris. Sin que la piel quede fuera, porque es lo nuestro: la llave, la clave, la cifra.
Es el sentido de lo expresado por Dumas cuando se trata de dar con el criminal: «Il y a une femme dans toutes les affaires; aussitôt qu’on me fait un rapport, je dis: Cherchez la femme!». No la mujer, sino el deseo.
Se trata de «la carne que tienta con sus frescos racimos», como diría el poeta. El llamado primitivo que se impone y se constituye como tinta en nuestra historia. Todo lleva su sello, aunque aparezca sutil en el lienzo maculado que es la vida. Lo alterno no es posible, no obstante los intentos.
Las experiencias refinadas en nombre de Dios —como la de los monjes dendritas de Siria en la Edad Media— solo produjeron sujetos enfermos. El hambre de piel insatisfecho primero deforma la humanidad, luego la aniquila. Nada es más triste —decía Nietzsche— que esa religión que habla de muerte, al margen de la existencia plena que se abre en el disfrute de una piel satisfecha.