La vida puede entenderse como un proyecto constante de justificación. Dar razones a nuestros actos, encaminarlos según un horizonte, como si no fuera suficiente el simple hecho de vivir, respirar e integrar lo biológico. Se impone la construcción de una existencia que, en su base, se reduce a lo mínimo.

Justificar es racionalizar, urdir y dotar de significado. Responde a un porqué: una razón que valide el esfuerzo. Esa tarea se despliega en el tiempo, pues aludimos al pasado, nos ocupamos del presente y nos orientamos al futuro. Por poco que meditemos, evaluamos el valor de las acciones según un sentido que las respalde.

A veces esa justificación es acomodaticia, especialmente al mirar el pasado. Nada más ficcional que ese edificio imaginario y fantástico. Lo vivido nunca es real en sí mismo: son figuraciones que buscan darle sentido a los éxitos o fracasos de la vida. Su propósito es suavizar el dolor, hacerlo digerible, evitar la ruina personal que sentimos en la piel.

Lo mismo ocurre con el presente. Operamos dándole crédito a lo que hacemos. Creemos que ponernos en camino no es absurdo gracias a una cartografía mental que nos orienta. Un mapa que, según algunas filosofías críticas, ni siquiera nos pertenece. En todo caso, transitamos una ruta que nos precede y que asumimos como un telos que nos sostiene.

Ni hablar del futuro. Su material es la metafísica, el deseo y lo onírico. Está lleno de ficciones y ensoñaciones etéreas. A veces su arquitectónica es hermosa; otras, terrorífica. Dantesca. Esa anticipación convoca a la racionalización salvadora. Porque justificar es una tarea vivificante.

Esto hace que «justificar» no sea «pretextar». El pretexto es un ardid improvisado, construido con materiales falsos. Su finalidad es deshonesta desde su origen: una mentira aviesa y vulgar. Como es simulación, se opone al raciocinio en su estado puro. Su base es la pirotecnia, el artificio, eso que los antiguos llamaban flatus vocis.

Vivir desde el pretexto es igual que hacerlo desde la excusa. Es lo habitual, lo que está a la mano. La justificación, en cambio, aunque no siempre acierte, es un acto integrador, estructural, sistémico. Lo contrario de la excusa, hecha de fragmentos sin programa ni valor que no sea lo inmediato.

Quizá sea la escuela la que deba educarnos en la búsqueda de significados. Esa utopía que valide el recorrido, la trama y el esfuerzo. Que nos advierta del autoengaño para disponernos a relaciones auténticas. Es urgente, por ello, una educación que trascienda el mero uso de las manos. Que induzca al pensamiento, a la imaginación y a la práctica de la libertad. Justificarnos con creatividad para alcanzar el rango humano que nos pertenece.

Eduardo Blandón

ejblandon@gmail.com

Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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