La vida es un vaivén constante entre la fantasía y la realidad. Lo experimentamos en carne propia, pero también lo observamos en los demás. Esta semana, en distintas reuniones con amigos, volví a constatarlo.

En el primer encuentro, predominaban los realistas: aquellos para quienes todo se reduce a números, objetividad y evidencia. En el segundo, el círculo de soñadores: los que explican el mundo asistidos por una providencia indemostrable, pero real para ellos.

El dilema no es nuevo, aunque en ciertos períodos uno de los polos ha pesado más que el otro. Hubo un tiempo –diría Max Weber– en que el universo estaba encantado: los hechos se explicaban desde una perspectiva trascendente. Los testimonios históricos más antiguos revelan una suerte de animismo y una conciencia de sacralidad en las cosas. Algunos califican esa etapa de ingenua, pero en sus textos fundantes ya hay huellas de un esfuerzo racional.

Con el tiempo, se impuso la filosofía como voluntad de saber a través de la razón. No obstante, antes de su hegemonía, los presocráticos encarnaron una síntesis entre lo sagrado y lo profano –como diría Mircea Eliade–. Pitágoras, por ejemplo, razonaba con rigor, pero vivía como un monje que afirmaba la existencia de una realidad más allá de lo material.

En sus orígenes, el racionalismo no implicó la exclusión de lo mítico. Descartes y Locke, por ejemplo, hablaban de realidades que exceden los sentidos y no rechazaban la religión. Sin embargo, pensadores como Hume y, más adelante, Comte, ridiculizaron cualquier noción de un mundo alternativo. La Ilustración, en buena medida, representa esa actitud: la exaltación de la razón como única vía para el sujeto ilustrado.

A Miguel de Cervantes le debemos una representación lúdica de esta tensión: su Don Quijote y su Sancho Panza encarnan dos maneras de habitar el mundo. Por un lado, los pragmáticos, que buscan sentido en la inmediatez y los resultados. Por el otro, quienes no se resignan a lo dado y sospechan que hay un mundo visible e invisible, como afirmaría más tarde Merleau-Ponty.

Me resulta sugerente la posibilidad de un punto intermedio. Algo parecido al cristianismo, con su afirmación de un Dios que se humaniza. O a la intuición hegeliana de una Idea, un Absoluto que se despliega y se materializa en la historia.

Afirmar únicamente el “más acá” no solo nos empobrece, al privarnos de una interpretación más amplia, sino que va en contra de una necesidad humana profunda: encontrar en los símbolos los trazos de una realidad superior.

Eduardo Blandón

ejblandon@gmail.com

Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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