«Filosofar con el martillo»
—Friedrich Nietzsche, El ocaso de los ídolos
Vivir en la era de lo fake exige del periodismo el coraje de resistir la corriente dominante. No es fácil. Lo natural en el ser humano —por prisas, descuidos o falta de compromiso— es dejarse arrastrar por la avalancha que nos convierte en prescindibles y descartables.
De la prensa se esperaría lo contrario. Acostumbrados al universo simbólico, pensaríamos que los comunicadores estarían capacitados para distinguir la paja del trigo. Pero a menudo no es así: muchas veces las grandes corporaciones informativas responden más a intereses irracionales o económicos que al compromiso con la verdad.
La cultura poscapitalista impone su relato, sustituyendo la ética tradicional por un pragmatismo sin escrúpulos. O tal vez —como proponía Nietzsche— lo que vivimos es una «transvaloración de los valores»: el reemplazo de códigos éticos considerados esclavizantes por otros que justifican la voluntad de poder.
La tecnología ha agravado el problema. Alejada de referentes humanistas, se ha convertido en instrumento de dominio. Como advirtieron Heidegger, Günther Anders o, más recientemente, Yuval Harari, los avances técnicos han profundizado la alienación humana y acelerado la “obsolescencia del hombre”.
Ante ello, urge una subversión crítica del orden vigente. No se trata de volver al pasado, sino de construir una nueva epistemología que, sin renegar de los avances del conocimiento, recupere lo humano. Una propuesta que conjuga continuidad y ruptura.
Pensar es transformar. La filosofía, desde sus orígenes, ha sido antagonismo, crítica radical. Lo contrario es acomodarse a un orden que, como denunció Popper, puede volverse totalitario. También la filosofía ha sido cómplice del poder. Marx lo dijo con claridad en su Tesis XI sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diversos modos, pero de lo que se trata es de transformarlo”.
La tarea del pensamiento, insisto, es incidir en la realidad. Para ello, hay que «filosofar con el martillo» y propiciar, como quería Nietzsche, el ocaso de los ídolos. Pensar implica transgredir, arriesgarse, incluso violentar la costumbre en el debate de ideas.
Pero ¿qué significa recuperar lo humano? No se trata de volver a un mundo de esencias sospechosas, sino de insistir en la inclusión: cabemos todos. La diferencia no debe ser motivo de miedo, sino de riqueza. Recuperar lo humano exige valorar lo particular sin caer en el aislamiento, y potenciar lo universal sin anular la diversidad.
Implica, también, repensar el rol de la afectividad. Frente a una razón instrumental, manipuladora, urge revalorizar el corazón. Como decía San Agustín: Ama et fac quod vis. El siglo XVII ya intuía esta necesidad, con Pascal a la cabeza.
Volver a lo humano no es añorar un paraíso perdido. Ese lugar nunca existió, como reconocía el propio Rousseau. Idealizarlo solo lleva a castillos metafísicos que aíslan e inutilizan el pensamiento.
El periodismo comparte la misión de la filosofía: servir a la verdad. Eso exige resistir los cantos de sirena del poder, cultivar una sensibilidad ética y ejercer una crítica constante que transforme la vida en servicio.
Y algo más: implica renunciar al cómodo così fan tutte e tutti. En un mundo lleno de sombras y confusiones, hay que sumergirse en lo real, llegar a las raíces y denunciarlas. Frente a la vulgaridad dominante, necesitamos una estética que alumbre lo bello en medio de la fealdad reinante.
Esta tarea no requiere el esprit de géométrie —tan propio de la lógica tecnológica—, sino el esprit de finesse: una inteligencia creativa, heterodoxa, capaz de reimaginar el mundo.
Lo fake puede superarse. Aceptarlo como destino —como lo hicieron ciertos historicismos o determinismos— es claudicar ante el poder. Pero la historia no está cerrada: puede revertirse.
Afirmar lo humano significa creer en la transformación, denunciar los privilegios disfrazados de verdad, y despojar a la trascendencia de su aura ilusoria para volverla encarnada, viva, presente.
Quizá sea una quijotada: desafiar la lógica del lucro, la productividad y la mentira. Pero vale la pena. Más allá del gusto personal, late un imperativo ético: luchar por un mundo más justo. En tiempos de pasividad, urge normalizar la rebeldía.