Uno de los desafíos más persistentes en la vida es la gestión de nuestra propia existencia. El arte de dirigirnos a nosotros mismos, en contraposición a las imposiciones de agendas ajenas y programas externos, requiere tanto compromiso como una especie de estado de gracia.
Esta habilidad no surge de forma natural; tendemos a dejarnos arrastrar por las circunstancias. Naufragamos porque, tal vez, la educación formal no nos enseñó el arte de la navegación vital. Remar es agotador: exige coordinación, concentración y perseverancia. Además, solemos ser poco críticos, más inclinados a resolver problemas inmediatos que a cuestionar el rumbo general.
Improvisamos y erramos. Nuestra vida se basa en el ensayo y error, aunque nos duela lo que nos sucede. Nos conformamos con una moral básica que resuelva el día a día. Y dado que la ejemplaridad es escasa, rara vez encontramos testimonios constantes de hombres y mujeres “iluminados”. En el fondo, es bastante desalentador.
Si la inercia no fuera suficiente en este drama, existe un sistema que la refuerza. Las lógicas del poder y las estructuras que subyugan mediante sedantes que adormecen. En este escenario, el individuo, al enajenarse, queda sustraído, disminuido, vacío. Incapaz de caminar por sí mismo, depende de prótesis: las que ofrecen las redes con su propaganda y noticias falsas.
Ni siquiera hablamos con independencia; somos muñecos de ventrílocuo. Actuamos como cajas de resonancia que amplifican las mentiras expuestas por las redes que nos controlan. En esta situación, a veces somos corresponsables de las humillaciones sufridas por bajar la guardia frente al amo y sus dictados.
El ambiente no puede ser peor en un mundo de piltrafas: sujetos urgidos de reconocimiento a través de medios explotados por el mercado. Extraviados, recurrimos a intervenciones quirúrgicas, perfumes y modificaciones corporales. Nos imaginamos en una alfombra roja que nos redima y nos haga sentir amados.
Habríamos necesitado el sentimiento de pertenencia en una comunidad que nos valorara, la experiencia del amor afirmativo. En cambio, hemos legado la praxis de una moral narcisista, el ejercicio de la conducta irreflexiva y la dinámica del poder que conquista con violencia. No hemos comprendido la vida.
Por fortuna, podemos revertir esta situación. Tomar los remos y, en un contexto recreativo pero responsable, controlar y navegar con dirección. Resistir las aguas mientras, con fuerza diaria, alcanzamos objetivos. Debemos crear un movimiento en el que la comunidad se empeñe en el mismo propósito. La vida consiste en esta tarea. Quizá en esto resida la felicidad.