El mundo católico continúa conmovido por la muerte del Papa Francisco, un acontecimiento que, aunque esperado, muchos se habían resistido a aceptar. La realidad, sin embargo, se ha impuesto y nos ha tocado salir adelante desde el recurso de la fe, abrazados a la esperanza de un futuro siempre mejor.

La Iglesia ha cultivado habitualmente, aunque sin una declaración doctrinal explícita, el amor por el Papa. Aunque su autoridad se asienta en el Evangelio —basta recordar el pasaje de Juan donde Jesús pide a Pedro «apacienta mis ovejas»—, el amor incondicional hacia el Pontífice ha sido más bien una respuesta espontánea al carisma de cada líder religioso.

Por ello, aunque el afecto hacia los pontífices ha sido generalizado, su expresión ha variado de uno a otro. Contrasta, por ejemplo, el cariño demostrado hacia Juan Pablo II y Benedicto XVI, si nos referimos a los más recientes. Ambos, aunque apreciados, lo fueron de modos distintos.

También entre las órdenes religiosas existe cierta irregularidad en este aspecto. Mientras los Salesianos cultivan una ternura especial hacia el Pastor, otras congregaciones muestran actitudes más críticas y frías frente a su gobierno y su carácter personal. Sin embargo, subyace siempre la conciencia de respeto hacia quien se considera el Vicario de Cristo en el mundo.

Más allá de las emociones, la figura del Papa resulta positiva por varios motivos. Primero, por el contenido de un mensaje que promueve el amor en sociedades dominadas por criterios puramente materiales. Proponer una moral fundada en la caridad da respiro al cuerpo social, hoy contaminado y enfermo. Humanizarnos es la mejor respuesta frente a la falsificación inconsciente que nos impone el mundo actual.

Además, es fundamental la crítica romana a la narrativa hegemónica del liberalismo contemporáneo. Reflexionar sobre realidades alternativas, superando la irracionalidad del sistema opresor, abre horizontes de justicia en los que todos tienen cabida. Esta comprensión disuelve la falsa idea de que el camino propuesto por los profetas del mercado es el único posible.

Finalmente, el testimonio de bondad —no solo de algunos Papas, sino de muchos cristianos— permite descubrir que el bien puede alcanzarse mediante el esfuerzo cotidiano de una vida comprometida. La ejemplaridad demuestra que es posible ser mejores, más allá de la moralidad corrompida que exalta el dinero, el poder y el placer como criterio último de acción.

El mundo católico está triste, pero no desolado. La orfandad es ajena a los cristianos. Por el contrario, renace la alegría de quienes afirman la esperanza y se saben seguros incluso en medio de la adversidad. Es otra lección que nos deja Francisco: el optimismo de quienes confían en el poder del amor.

 

 

 

Eduardo Blandón

ejblandon@gmail.com

Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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