Hubo una época en la que algunas personas, insatisfechas por lo que ocurría en el mundo, hacían maletas y desaparecían. Se iban en busca de algo mejor o, como mínimo, para evitar ser testigos del declive moral de una sociedad en decadencia. «Fuga mundi» le decían a esa forma de salvaguardia practicada por unos cuantos en el siglo III de nuestra era.
Algunos eran monjes, que aderezaban su decisión fundados en un «sequere me», pretendidamente escuchado de Cristo. El seguimiento cristiano, según ellos, exigía desvincularse del mundo, siempre entregado al demonio y sus secuaces, para emprender un camino dedicado a Dios en el aislamiento.
Estos eremitas, especialmente de Egipto y de Siria, encontraban refugio en celdas, en cuevas o en cabañas, donde se bastaban a sí mismos. Solo después, dice la historiografía cristiana que con San Pacomio, inicia el cenobitismo: la vida monástica en comunidad, bajo una regla. El anacoreta, por lo contrario, desea la soledad o, lo que es igual, la compañía solo de Cristo.
Hoy, si se quisiera escapar del mundanal ruido, del «the madding crowd» al decir de Thomas Gray, encontraría dificultades insalvables. ¿A dónde iría? ¿Cómo escapar de la mirada de todos? ¿Hay aún eso que llamaban algunos «remanso de paz»? Me temo que no. Sin embargo, la motivación para imitar, aunque sea de modo profano, esa huida es siempre actual.
Los tiempos exigen pausas, la renuncia a la lógica de la productividad y el presentismo. Hacer «mute» y apagar la mente, cerrar la boca y desactivarse. Tomar distancia de la cháchara para dar paso al silencio regenerador. No es fácil, nunca lo ha sido, pero es un imperativo para la salud social.
Como decía al inicio, la intuición es antigua. Note cómo lo declaraba en el siglo XVI el místico Fray Luis de León:
«¡Qué descansada vida
la del que huye el mundanal ruido
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido!».
Más allá de ello, ¿por qué no?, optar los que puedan y están en mejor situación, por una vida frugal. Cuánto bien haría contrarrestar la narrativa imperante derivada del capitalismo contemporáneo. Demostrar con la propia vida el «Unum necessarium», que, en el contexto actual, más allá de lo religioso, sería el interés por salvarse a sí mismo. Es una apuesta por recuperar, según lo dice el filósofo Alain Finkielkraut, «la humanidad perdida».