Uno de los efectos, entre tantos repetidos por los críticos de las redes, es el de imponer a través de los algoritmos un estado constante de desasosiego. Ese aire contaminado que, al penetrar nuestros pulmones, genera fiebre como reacción a estímulos malsanos. De aquí que haya un antes y un después del tiempo dedicado al desplazamiento en las aplicaciones.
Sus efectos, sin embargo, van más allá del desequilibrio mental, al incentivar sentimientos negativos que crecen en proporción con las horas de “hacer scroll”. La experiencia, anómala y controlada por los gestores del sistema, divide a la comunidad política con daños, a veces insuperables, como reacción a la cultura de violencia impuesta.
Más aún, ese carácter beligerante que nos transforma en monstruos desde el anonimato de un “tuit”, afecta las convicciones íntimas, según la tradición asumida por una cultura totalmente contraria a la expresada. Así, el perjuicio no solo atañe a la convivencia con los demás, sino al régimen interno afectado por un virus que de súbito impera.
La transformación, aunque no es inmediata, progresa segura por la reiteración de los discursos. Repetición a la que hay que agregarse “la magia”, conforme a las argucias mejoradas por los arquitectos del sistema. El triunfo de los algoritmos se debe a las estocadas finas, indoloras y precisas, que hieren a la víctima en una experiencia incluso gozosa.
Cualquier intento educativo debe partir de la inevitabilidad del desgaste. Armarse valientes, con bríos, contra la narrativa del mercado y los discursos de odio. Reconociendo la fuerza del enemigo con cuyas armas, en su campo de batalla, son virtualmente invencibles. Toda candidez en esta materia se paga cara.
Desde esta lógica tiene también sentido la huida. Evitar la exposición en un enfrentamiento de mucho riesgo. Siendo conscientes, además, de los daños colaterales: la invasión a la privacidad o el uso inapropiado de nuestros contenidos, entre tantos otros. En ocasiones no basta la prudencia cuando el cálculo sugiere guardar las armas.
Todo esto no equivale a la tecnofobia. Es un llamado a la reinvención de los usos, a vigilar los consumos y a protegernos de la basura digital. El crecimiento constante, que debe ser lo nuestro, exige agua limpia y abono orgánico. Ingerir tóxicos condiciona la vida buena junto a la convivencia armoniosa. Los demás se merecen, finalmente, lo más refinado de nuestro espíritu. Hacerlo es expresión del amor debido.