La bravuconería campante en nuestros días, más allá del daño concreto de sus efectos, es una especie de contaminante que impone una cultura perjudicial para la salud social. Extiende una forma de conducta que, a fuerza de repetirse, normaliza una lógica que contraviene el respeto mínimo a los derechos fundamentales de las personas. Las consecuencias son graves.

No percibir la filosofía en la que se asienta el autoritarismo, el desprecio a la dignidad de los sujetos, contribuye a implantar un estilo de relación que creíamos superado por las conquistas de una tradición de corte ilustrado. Lo que constituye una regresión que se fundamenta en la irracionalidad de sus protagonistas.

Se trataría del triunfo de una praxis que privilegia la fuerza. La viralización de la idea de que el éxito se reduce a la conquista de capital. De aquí que toda percepción desenfocada de lo estrictamente económico constituya una anormalidad necesitada de intervención. Y esta suele imponerse sin sedativos ni cuidados, con violencia, desde la convicción del que abraza una sola narrativa.

Así, sus epígonos, convertidos en sacerdotes y quirurgos, operan y anatemizan a los que juzgan innecesarios desde su propia configuración mental. En el fondo se consideran iluminados y, por ello, intentan crear un sistema que, aunque sin alma, afirma el mejor de los mundos posible.

El legado es del todo plausible por ser realista a sus ojos. Juzgan cualquier discurso filosófico o artístico por encarnar la dimensión fantasiosa de quienes subsisten en un estado onírico. Según su análisis es palmaria la pobreza producida por los que propenden a una arquitectónica hecha de abstracciones. Así, se sienten portadores de un anuncio destinado a triunfar.

La propaganda ha sido efectiva. Los medios algorítmicos, asociados a la tecnología de las redes, han debilitado la racionalidad crítica. De ese modo, hemos cedido el gobierno a los nuevos genios para que sean ellos quienes nos guíen. Igual, en el fondo hemos abrazado la convicción de un nihilismo solo superado a fuerza de pequeños placeres.

Oponernos a esa cultura requerirá coraje. Recuperar, primero, la visión de una realidad que supere el reduccionismo económico. Sin esta crítica que postule a la vez los valores sociales, los cimientos no cambiarán. Será necesario, al tiempo de demostrar la pobreza conceptual y la moral perversa que beneficia a sus impulsores, destacar las ventajas de un sistema que, sin renunciar a las ganancias del mercado, democratiza el acceso a la riqueza. No hay tiempo que perder.

Eduardo Blandón

ejblandon@gmail.com

Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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