La inteligencia es una de las facultades más importantes de los seres humanos. Con ella, a partir del mundo dado, hemos construido una realidad artificial para vivir a nuestras anchas, según posibilidades. Sin esta potencia existiríamos en un estado precario muy alejados del crecimiento alcanzado hasta ahora.
Aun así, no es menos cierto que a veces nos juega la vuelta, conformando realidades ficticias en las que nos solazamos en un estado narcotizado. Por esa razón, en lugar de servir de ayuda, a veces trabaja en nuestra contra. Es como si se paralizara complaciente en virtud de un virus que lo seda.
Me refiero, por ejemplo, a cuando se autoengaña en situaciones de peligro. La invención de narrativas tales como, “nada va a pasar”, “ya hemos vivido esto y se ha superado”, “al final triunfará el bien”. Es una especie de versión secularizada de los que se refugian en la Providencia de un Dios que cuida de todos.
Sospecho que la causa sea un tipo de pereza que desatiende para evitar la fatiga o controlar los nervios. Puede que incluso, contra intuitivamente, sea la apertura a la irracionalidad que espera en milagros, reconociendo en el fondo su absurdo. Como sea, es una traición que deja colgado y en abierto peligro.
Un ejemplo de esto es lo que se lee a veces respecto a las políticas de Trump. Ya los puede ver, a los articulistas más conspicuos e ilustrados, configurando un discurso apaciguador. Diluyendo con una crítica complaciente el actuar del gobernante del norte. Rebajando efectos con la retórica del que aligera la cafeína con agua.
Estoy seguro de que no son plumas compradas, mercenarios al servicio del poder, al menos el de la mayoría, se trata más bien de un estado oscilatorio entre la candidez y el optimismo de autoayuda. Formas privadas del principio de realidad que clama por la atención y la salvaguarda de los que lo sufren.
Cuando los intelectuales son víctimas de este fenómeno, renuncian a la función crítica que les corresponde. Enfermos, son la sal que, como dice el Evangelio, solo sirve para ser tirada y pisada por la gente. La inocuidad es inútil cuando se trata de comprender los fenómenos sociales.
Hay que ponernos a salvo de la alienación. Darnos cuenta de que el pensamiento en ocasiones propende al reposo. Entender sus argucias para fundar la modorra. Un espíritu apagado, inerme y ausente es la mejor presa para los que operan desde la maldad. Que sí la hay y viene del norte como de muchas partes del mundo.