Los procesos de conversión mental suceden a lo largo de nuestras vidas. Es una constante que deriva de factores diversos, los contextos, las experiencias, los cambios biológicos. Cumplimos ese devenir permanente, advertido desde antiguo por los griegos, sin que lo notemos por la sutileza en que a veces ocurren.
Estas transformaciones se aceleran, a mi manera de ver, por la sobreexposición a las redes mediante el acceso diario a Internet. De aquí que resulte imposible salir indemne de la tormenta mediática que configura y pone a prueba las convicciones asentadas en la propia tradición.
Un ejemplo de ello, me parece, es esa extensión de la cultura violenta en nuestros días. Si por largo tiempo, desde los valores cristianos, se afirmaba el respeto a los otros en razón de la fraternidad (todos hijos de un mismo Padre), esa perspectiva apenas se observa y, menos aún se comenta, entre quienes comparten esa fe.
Puede que la secularización empezada desde el siglo XVII marque su inicio, pero aun en los filósofos que la expresaban se sedimentaba todavía el significado de la dignidad de la persona. Como sea, el desprecio hacia los sujetos, su minusvalía, es la moneda más generalizada por la exposición al sufrimiento en que se somete a las distintas comunidades.
No es casual, por esto, el trato humillante no solo verbal, sino de hecho, de muchos de los políticos contemporáneos al imponer su agenda. La insensibilidad de sus acciones cumple una visión en el que el otro es solo un número que cuenta conforme conveniencia.
La reducción a eso que llamaba Ortega y Gasset «la masa», faculta a los poderosos al trato inmisericorde, esto es, sin corazón, ejerciendo el poder desde la arrogancia que da el sentido de superioridad. Así, la manipulación y el desprecio se cumplen sin que medie ningún tipo de culpabilidad moral.
La filosofía no es totalmente culpable del descalabro, lo ha sido más la praxis de un mundo abandonado al mercado. La óptica horizontal de quienes han absolutizado los bienes materiales. Ello explica también la dificultad de la discusión con hombres que subestiman el raciocinio, reducido apenas a la creación de utilidades.
Y, claro, quizá nunca los ricos han gozado de menos pedigrí intelectual como hoy. No es que sean tontos, es solo que su visión chata ostentada sin rubor clama hasta el cielo. El problema que intento dejar ver, drama de los tiempos, es que ese horizonte se ha asentado y sus efectos son esos actos que parecen modelar nuestro quehacer cotidiano.