Hace unas semanas me ocurrió, de visita al médico, lo que cada vez es más habitual en los consultorios: las largas horas de espera. No hablo de la desconsideración en el servicio público, eso ya se sabe, sino de la laxitud en el sector privado. Observo a los doctores, sobre todo si se sienten reputados, muy frescos en su comportamiento.
Ignoro si la modorra sea extensible a otras áreas, la de los profesionales del derecho o la de los que ejercen la psicología, por ejemplo, sin embargo, es curioso que en una época donde impera la filosofía del «Time is money», los facultativos caminen a su aire. Cierta «ética mínima» debe observarse con los pacientes.
Esta conducta ideal es la que se basa, según Kant desde el siglo XVIII, en el reconocimiento del valor de las personas poseedoras de dignidad. La exigencia kantiana no es la de la caridad, sino la de una justicia debida, conforme lo establecido por la razón. Es el imperativo que dicta obrar «solo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne en ley universal».
Esto significa que antes de realizar una acción, debe preguntarse si se puede querer que todos los demás actúen de la misma forma en circunstancias similares. Si no se puede que sigan esa regla, entonces la acción no es moral. El principio es clave para orientar la conducta.
Vivir desde la ética de la bondad no es fácil. Requiere, además de una base cognitiva que identifique razones, un ejercicio que se convierte en carácter. Pasa también por la sensibilidad que, aunque tenga fundamentos congénitos, puede aprenderse en casa o fuera de ella, como en la escuela o en la iglesia.
Las prácticas de desprecio no sucederían si renunciáramos a la lógica del poder. Si esas acciones no se originaran en un sistema de pensamiento en el que priman las utilidades y el interés personal sobre los otros. Solo si experimentáramos una especie de escrúpulo al sentir la ofensa infligida hacia los demás.
Dicha conciencia es el resultado de la buena educación. El ejemplo recibido en casa, las prácticas pedagógicas en la escuela y los cursos (que desaparecen) de ética profesional en las universidades. Lo demás es el reino de la selva, la barbarie y el troglodismo ubicuo. No es el mundo, sin duda, en el que queremos vivir.
Según Dussel, la condición necesaria para el cambio es la epifanía del otro que transforma la praxis cotidiana. Lo dice así:
«Esa lógica (la de la alteridad) comienza por el cara-a-cara; el reconocimiento del Otro mueve de un modo muy distinto al que de esta manera acepta al Otro como otro. Solamente de este nivel puede decirse que hay la paz, que hay el amor, y, por lo tanto, que se instaura la historia».
En diciembre del año pasado, se presentó una demanda contra la cantante Madonna por los retrasos en sus conciertos. Los seguidores en Estados Unidos la acusaron por empezar sus espectáculos dos horas más tarde de lo indicado en las entradas. La prensa dice que el proceso judicial sigue activo en los tribunales de Nueva York. No sé si deberíamos seguir el ejemplo, pero cierta demanda al relajamiento de muchos en el trato, como mínimo hay que sacarlo a la luz. No permitamos tanta impunidad.