Hay momentos que por su valor tienen un significado que trasciende la cotidianidad. Circunstancias en las que se hace necesaria su conciencia y que debería llamar a la reflexión. Uno de ellos, creo, es lo que está por ocurrir mañana en los Estados Unidos, donde se elegirá a quien dirigirá el destino de ese país.
Estar despiertos pasa por la vigilia, enterarse de que la vida tiene espacios que pueden afectar y que en consecuencia hay que prever. Es el Dios que pasa, diría san Agustín, mientras nuestros ojos lo ignoran. Aunque a lo que me refiero es más trivial, corresponde a la interpretación de los signos de los tiempos que nos pueden lastimar o darnos una oportunidad.
El estado no siempre es fácil. Ocurre por las distracciones diarias, por el placer de jugar mientras transcurre la vida malgastada en casinos. Es nuestro hedonismo vulgar que devora el presente en un acto irresponsable que no reprochamos. Así, gestionarnos es una meta imposible, acostumbrados al surf de las olas.
A veces hay que estar presentes. Disponibles para los escenarios. Despiertos. Evocar ese haz de conciencia que habilite el protagonismo requerido. Urgir desde una comprensión que estructure la personalidad ética. El sentimiento del valor de la vida consciente, responsable y comprometida.
Las elecciones en los Estados Unidos sirven de pretexto como un hecho trascendente, pero no es el único. También las guerras, el hambre, el cambio climático y las nuevas formas de servidumbre son un llamado a repensarnos. Apercibir críticamente a sabiendas de los límites mientras no se milite con voluntad de cambio.
Renunciar al intimismo que nos reduce a la egolatría es fundamental para crecer. Y con ello, salir de esa especie de año sabático aprovechado por los operadores del mal. Todavía hay tiempo para rescatar el proyecto humano. La esperanza debe ser ese sustrato que abra horizontes cuando todo parece perdido.
El cambio empieza con una mirada, la experiencia de la exterioridad que nos llama. Ese otro que me redescubre con su luz. No hay otro camino para la epifanía que el del encuentro. El trato por el que, al tiempo que urdimos posibilidades para un mundo en ruinas, nos hace nuevos y, por supuesto, mucho mejores.