“Se debe tener más miedo a una vida mala que a la muerte”
Bertolt Brecht
Pascal Bruckner pertenece a ese número de filósofos contemporáneos afanados en interpretar el mundo a partir de los nuevos desafíos de la cotidianidad. Por ello, no podía dejar pasar el COVID como una condición que ha impactado en la conducta social que la ha asumido aislando al sujeto en un estado que limita el proyecto humano.
El filósofo francés se refiere, por ejemplo, a la dificultad de interrelación en las personas que penan compartir su vida. El coronavirus habría contribuido a confinarnos más produciendo una generación de perezosos, que sienten miedo a salir de casa, a amar y a exponerse a los demás.
Quizá exagere, pero hay un hecho que parece real. Me refiero a la pérdida de la habilidad de encontrarnos unos a otros en un ambiente dispuesto para el diálogo. Es como si el músculo de la comunicación se hubiera atrofiado por desuso. Se nota no solo en las respuestas cortas, en los monosílabos abundantemente utilizados, sino en la brevedad de lo expresado, como si fuera innecesario abundar en los detalles.
Esta especie de tacañería conversacional, en la que priva el ahorro de las palabras, se ve estimulada a veces por el miedo a equivocarse. Pero también el horror a hablar de más, a mostrarse a través de una información que pueda ser mal utilizada. En el fondo es producto de la desconfianza introyectada en nuestra conducta.
El resultado no puede ser peor. El aislamiento nos encierra en un solipsismo por el que vivimos nuestros dramas en la más absoluta soledad. Ese hecho nos vuelve grises, apagando el brillo que nos volvería atractivos y llenos de energía. Pero más allá de la estética, nos postra en un estado de infelicidad que mina el sentido de la propia existencia.
Ese puente que volvemos intransitable a los otros nos expone al fanatismo de los discursos que digerimos en el encierro. Al no dialogar, abrimos las puertas a través de las redes a la narrativa de los algoritmos. De ese modo, creamos un mundo imaginario, solo real en nuestras cabezas, disponiéndonos a la ficción del interés de quienes lo generan.
El riesgo de abrirnos a los demás tiene su premio porque solo así crecemos y desarrollamos humanamente. El milagro de la mirada y el contacto efectivo, la piel a piel, nos permite el reconocimiento mutuo, la necesidad del afecto que gesta la vida feliz. No hay otro camino más que el de la socialización.
La crítica de Bruckner no solo describe el fenómeno referido, sugiere también una moral alterna. El proyecto del reencuentro en unas condiciones ahora limitadas. Debemos intentarlo asumiendo sus inconveniencias. Así lo deja entrever en su libro “De la amistad con una montaña. Pequeño tratado de la elevación”:
“Hay dos sufrimientos, uno padecido y otro elegido; uno que aflige y otro que transfigura. No se consigue nada grande sin tormento. Hay que cuidar el ritmo del pie comprimido en las botas, tener en cuenta las ampollas, los tendones que duelen: es el pequeño precio de una voluntad a la que le gusta esforzarse y superarse”.