«Somos lo que hacemos repetidamente. La excelencia, entonces, no es un acto, sino un hábito».
Aristóteles
El problema no es la maldad que eventualmente expresamos en la vida diaria, sino el hábito de realizarlo. Eso aconsejan los sabios. Las acciones torcidas son inevitables: los celos, las envidias, la ira, el egoísmo. La dificultad inicia cuando se transforma en parte de nuestro carácter, exponiéndonos a una servidumbre insuperable.
Por supuesto que esta debería ser la lucha cotidiana, la gestión moral de nuestras vidas. Y, sin embargo, cada vez más predomina la desfachatez, que no es simplemente una especie de convivencia con los propios defectos, sino la arrogancia de sentirse libre en su exposición pública. El sentimiento convencido de que lo suyo debería ser celebrado en las plazas públicas.
Llegar a ello exige el concurso personal. Una cierta estupidez de carácter que predispone. Aderezado, me parece, con la falta de examen en una vida siempre agitada y abocada a las distracciones diarias. El descuido de un espíritu que voluntariamente extravía lo esencial ocupándose de bagatelas que juzga de primer orden. Y, sin embargo, esto no lo explica todo.
La maldad que permitimos que anide en nuestras conciencias sería imposible sin una cultura que relaja la aspiración a la vida buena. La condición social que felicita la corrupción o, como dicen algunos, «la normaliza». Producto también de una perversión conceptual (pseudo filosófica) que lo relativiza todo, justificando un libertinaje dañino.
Lo anterior se abona desde un capitalismo global que impone la visión individualista. La idea de que lo que importa soy yo porque lo social es solo una metafísica con voluntad de imposición violenta. Así, cada uno crea su moral desde el ánimo de lucro y la satisfacción desmedida de los propios instintos.
Y como la ideología ha penetrado en las costumbres, las instituciones no están exentas. Por esa razón, hay maldad por todas partes, no solo en los organismos de Estado, sino en el sector comercial, empresarial, eclesial y sindical, entre tantos otros entes sociales. La vida se ha convertido así en una especie de «todo se vale» y un «sálvese quien pueda». El predominio de que solo los fuertes sobreviven y para triunfar hay que ser tartufo.
Al inicio he dicho que quizá todo inicie con un acto desviado que, repetido, se vuelve vicio. Está visto, no obstante, que al tiempo que es imperativo estar despiertos, conviene vigilar nuestros pensamientos: lo que leemos, vemos en el cine o en las sesiones de TikTok. Nuestra mala conducta puede colarse desde la inocencia de un video que celebre «las virtudes» de quien estafa, miente o es intolerante.