Eduardo Blandón

ejblandon@gmail.com

Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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La exposición a circunstancias sociales, económicas, geopolíticas y ambientales desfavorables, como la pobreza, la violencia, la desigualdad y la degradación del medio ambiente, también aumenta el riesgo de sufrir afecciones de salud mental.
Organización Mundial de la Salud

 

Me topo con un amigo de años y conversamos. Tengo buenos recuerdos de él, su calidad humana, su calidez, su sentido del humor. Era inteligente, lo es aún, pero hay algo ahora que lo hace lucir distinto. Lo escucho, lo veo, pero sobre todo hago el esfuerzo por comprenderlo. Conjeturo y sigo ignorando su transformación.

Mi amigo no es el que era. Está apagado. Sus ojos no dejan adivinar ánimos de vida, nada en él trasluce ilusión por vivir. Más bien sus gestos indican la capitulación y sus frases testimonian la intolerancia. «Cada vez soporto menos a los demás», me dice. Y todo da cuenta de que aún con ello, sería incapaz de un acto violento.

El colega es, sin embargo, una pequeña muestra de lo que ya es bastante común entre quienes me rodean: el cansancio, el pesimismo y la huida de todo tipo. Casi incluso el sentimiento del escaso valor de la experiencia. Esa percepción de vacío cuando lo humano ha devenido insustancial y la autoestima, un hecho anecdotario.

«Solo una bomba atómica podría salvarnos en Guatemala», me dijo David recientemente. Con todo, continuó, el exterminio debe ser total porque «si tan solo uno quedara, de nada habría servido». El también profesor comparte la convicción de la podredumbre del alma humana y de que, pese a que existen los buenos actos, apenas son la excepción a la regla.

De repente hemos perdido la fe en la humanidad, pero más aún, la esperanza misma. Sin ese fuego interno que vitaliza. Respirando un aire sucio. Pulverizados, con las llagas abiertas, expuestas sin pudor. Transeúntes de paso lento, con vestidos derruidos, malgastados, malolientes.

De nada ha valido la tecnología y la ciencia, las universidades y el chat GPT. El desánimo se esparce en el ambiente que se sabe falsificado, irreal y creado. Como si el Diablo, según la religión cristiana, se hubiera apoderado del mundo. O más bien, como si el mal fuera su ADN.

Vulnerados, solo queda la huida. Renunciar a las posibilidades de cambio para sobrevivir. Esperar el relevo generacional de los que cumplidamente también serán fagocitados según el principio de entropía universal. Total, sin biblias ni dioses que alienten, la carne reconoce su pestilencia en un estado de descomposición prematura.

¿Y si también hemos sido inducidos a la frustración? [i] ¿Cabe imaginar una mente que quisiera desesperarnos con fines desconocidos? Podríamos suponerlo. Bastará ver qué suerte de provecho recibirán sus agentes a partir de una sociedad que llora, sufre y desea su propio exterminio.


[i] La frustración puede también inducirse introduciendo barreras u obstáculos que impiden la obtención del reforzador. Torres Bares, C., Morillo-Rivero, L., & Papini, M. (2021). Cuando la pérdida duele: bases biológicas de la frustración. Revista Interamericana de Psicología55(2), 1–33.
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