Me parece que uno de los dramas de nuestros tiempos consiste en las formas de desprecio hacia la reverencia de eso que los ilustrados llamaron oportunamente dignidad de la persona. Como en casi todo, el fenómeno no es nuevo, pero bien vale la pena hablar de ello para afinar nuestro espíritu y aprender a relacionarnos de manera distinta.
Una de las expresiones, quizá la más radical, del desprecio hacia la humanidad es la violencia que apunta al exterminio de las personas. Es la actitud de quienes la muerte del otro aparece como normal, siempre que sea justificada razonablemente. Y como es fácil suponer, motivos sobran cuando se quiere eliminar con impunidad a los que son molestos. La cultura de la muerte hoy es impresionante y no faltan las explicaciones que fundamenten dichos actos.
Nos acostumbramos a ello mientras más aparece normalizada en la televisión. Tal es el caso de los más de 35 mil gazatíes asesinados en Medio Oriente o las imágenes de las cárceles de El Salvador hacinadas de mareros. En el fondo se aloja en nuestra dermis un sujeto bárbaro muy necesitado de venganza y de sangre. Alguien que pague por las injusticias (reales o imaginarias) del mundo.
Fuera de esta violencia extrema, hay otras formas de atropellos cotidianos en las que el lenguaje es el vehículo preferido y más usado. Hago referencia, por ejemplo, a la descalificación del padre que se impone a la fuerza desde un estrado superior mediante el que se pontifica con capricho. Influyen en la actitud, el tono y la parafernalia que hacen del acto un oprobio doloroso.
El problema es que quizá seamos demasiado básicos. Prácticos. Siempre urgidos de resultados y poco habituados al diálogo. No solo es que nos dé pereza conversar (como no leemos, incluso nos faltan argumentos, pericia e imaginación), sino que incluso nos fingimos superiores entre esa masa inculta capaz de desentrañar nuestras ideas.
El irrespeto hacia los otros pasa por la arrogancia. La petulancia de sentirnos especiales en un mundo lleno de pollinos. Así los demás solo reciben lo que les corresponde por un designio en el que los iluminados no tienen responsabilidad. Sí, el narciso ni siquiera es consciente del mal que esparce por el mundo y que afecta incluso a los que dice amar.
Hemos rebajado demasiado la valía de los demás. Su rango de cosas las convierte en mercancía, bagatela inútil si no me ofrece utilidades. Obstáculo del que hay que salir o a lo sumo socorrer sin contaminarse al tocarlos o experimentar simpatía por lo grotesco. Así de refinados nos hemos vueltos.
¿Cómo llegamos a esto? Tengo algunas ideas sobre ello, sin embargo, lo que más me admira es la superación del sustrato cristiano que ponía en el centro el amor al prójimo. Aunque más que superación es la transformación radical de esas conciencias para las que la referencia evangélica quizá sea solo anecdótica. Sin duda es el nuevo hombre (y mujer) transhumano, robotizado y sin entrañas. Una mutación inesperada de la naturaleza.