Entre el legado nefasto que nos deja el gobierno saliente de Alejandro Giammattei está el desgaste de nuestra salud mental. Y lo llamo así aunque quizá lo correcto sería decir, el desequilibrio emocional al que nos ha expuesto el presidente desde el primer día de las elecciones el pasado 25 de junio. Un estado crítico que sin duda es un plus a nuestro ya descalabrado estado de nuestras emociones.

No ha sido fácil lidiar con ese afán constante por deslegitimar la preferencia ciudadana a través del voto. El sentimiento de que a la asunción de un Estado corrupto debía sumársele el deseo de mantener el estado de saqueo más allá de los cuatro años de su desgobierno. Quiero decir, aceptar con resignación tanto la corrupción como hacerse a la idea de que las cosas continuarían por tiempo ilimitado.

Esa conciencia de maledicencia ha significado demasiado para los guatemaltecos. Contra esa actitud, para no verse en un estado de manicomio, la población ha tenido que salir a las calles y aceptar incluso el paro con todo su sacrificio. No había de otra. Era, o salir a las calles con carteles a gritar contra los bribones de gobierno, o arriesgar la locura a veces mal disimulada dentro de los hogares cada vez más disfuncionales.

Los operadores han sido eficaces en materia de daños. El Ministerio Público se ha llevado las palmas amedrentando a periodistas, a curas y a operadores políticos diseminados desde cualquier trinchera. Los diputados del «pacto de corruptos» no se han quedado atrás, ni la Corte de Constitucionalidad ni el Organismo Judicial, todas, instituciones permeadas por la inmoralidad desvergonzada.

¿Qué decir de quienes han dado seguimiento al tema fuera de las fronteras? No dudo de que muchos de la OEA y de la ONU estén agotados como testigos del poco disimulado golpe de Estado gubernamental. Enferma la desfachatez, pero también participar en escenarios en los que priva la hipocresía y la mentira. Es imposible el establecimiento de relaciones básicas cuando media la falta de honestidad.

Desafortunadamente, aun cuando hay optimismo respecto al final de la crisis, considero que se vienen todavía días intensos. Veo pocos signos políticos que abonen a la tranquilidad. El Ministerio Público parece no conformarse con la realidad que trata de subvertir hasta el último día. Mientras eso suceda, las aguas estarán revueltas junto con nuestro estado convulsionado en estado de ebullición.

Lo que en otros países las elecciones son una fiesta cívica y el cambio de gobierno una cuestión protocolaria, entre nosotros, en la situación actual, semeja el paso del Rubicón. Como si en Guatemala el drama fuera parte de nuestra estructura fundamental o la cuerda floja nuestro pasatiempo preferido. Sin darnos cuenta del agotamiento mental sufrido por esos malabares.

Ya va siendo tiempo de que nos habituemos a contextos de crecimiento personal con vistas a un ecosistema más saludable.

Artículo anteriorReportan siete accidentes de tránsito en últimas horas
Artículo siguienteLa supremacía electoral constitucional prevalece