La realidad guatemalteca la vemos a diario, es evidente, pero sobre todo la sentimos. A partir de ello, cada uno tiene su lectura, aunque no provenga necesariamente de nuestro juicio aislado, como si la dedujéramos, sino constreñidos por la narrativa de los demás. Influenciados por la industria del espectáculo y, en particular, por las redes sociales y la boca a boca que sentencia.
De ese modo, hay un ruido que abruma y atonta, atosiga, evitando claridad en nuestras decisiones. El ecosistema es tóxico y no tenemos anticuerpos. En esas condiciones es que tenemos que elegir guiados sólo por principios básicos: la lucha contra la corrupción, el respeto a los derechos humanos y la búsqueda de un sistema de mayor bienestar social, entre otros. El tiempo es crucial.
Hay un deber, empero, que tenemos que enfrentar antes de las elecciones, el ejercicio ciudadano de salvaguardar la sanidad de las instituciones del Estado. Ser agentes mediante diversas estrategias para influir en las autoridades con vistas al cumplimiento de la ley. Esto pasa por alzar la voz y actuar a través de distintos medios para apuntalar a ese fin elemental que es fundamento del sistema democrático. La pasividad no es opción.
Los políticos deben aprender a someterse a la voluntad de las mayorías cuando afirman sus proyectos personales sin restricciones. Forzar la voluntad de los perversos con acciones extra discursivas dada la naturaleza irracional de los malos líderes. Comprender que la conquista de la democracia exige un concurso diverso por la heterogeneidad de los participantes.
Imponerse, siempre a través de medios lícitos, requiere dosis de obstinación, y más aún de constancia. Insistir necios como lo hacen quienes se enriquecen de malas maneras en el Estado. Hacer de la vida en el plano político una especie de gimnasia que desarrolle el músculo democrático. Convencerse de que nada cambiará si no operamos unidos y desde una inteligencia ciudadana.
Lo anterior es vital porque invita a superar el voluntarismo, el ánimo del ingenuo abandonado a los milagros. El creyente que guiado según una deformada concepción providencialista se acomoda silente, apoltronado, en espera de su parusía. A esa actitud hay que contraponerle la militancia que reza, que afirma desde una fe comprometida, la urgencia de la venida del Reino.
No es la única conducta, sin embargo, que nos hace daño. Hay que denunciar también ese actuar profano de los que abrazan el consumismo como único horizonte ético. La obsesión hedonista que impide la apertura a los demás por el egoísmo desde el que se opera. Un nuevo devenir solo es posible si renunciamos al narcisismo contemporáneo que nos impide ser mejores para desarrollar una felicidad compartida.