Eduardo Blandón

ejblandon@gmail.com

Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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Hay una preocupación mayoritaria por el tema ambiental que justifican los estudiosos con los hechos. La perspectiva, aunque negada por algunos, como mínimo hace pensar en el drama producido por las lluvias y el calor extremo en varias partes del mundo. Sin embargo, hay otro ámbito de ecocidio que no tomamos en cuenta que es tan destructivo como el del ambiente. Me refiero al colapso de las ideas.

Hablo de esa bruma cotidiana que se nos presenta y no nos deja ver. La propensión cultural que privilegia lo soso y la chabacanería. Ese elemento omnipresente con capacidad de ramplonería que nos vuelve superficiales: en los juicios y en las expresiones generalizadas de nuestra conducta.

Porque, aunque la inclinación quizá sea congénita (no creo que los ciudadanos del siglo XXI seamos originales en ello), es evidente que el desarrollo de la tecnología ha facilitado la basura que llena las redes diariamente. Pero no solo el mundo digital, sino casi todo lo circundante: la música, la literatura, el cine y un largo etcétera.

Esos desechos ubicuos son los responsables de nuestras ligerezas de juicio. Ya no es que solo nos cueste pensar, sino también conversar. Carecemos de una estructura mental cuya base nos permita asumir posiciones medianamente racionales. Como si los impulsos fuera lo nuestro y las emociones el argumento que valide nuestra conducta.

Vaciada la mente, no queda sino la agresividad. Los más decentes callan. Así el diálogo se vuelve inútil en un esfuerzo condenado a la esterilidad. Eso nos vuelve tribales y nos regresa a la barbarie. Nos expone a ese fundamentalismo tan de moda en el que no caben los otros, de lo que se trataría es estar conmigo o contra mí. Ese discurso practicado por los políticos que produce guerras.

El triunfo de la discordia ha sido reforzado por la cultura individualista que fundamenta el capitalismo liberal. Descerebrados solo queda el consumo. La idea de éxito basado en la apariencia, el imperativo por mostrarme diferente con la posesión de bienes materiales. El narcisismo explotado por la mercadotecnia que inventa proyectos de felicidad sensuales.

Sí, el mundo debe ver la expresión de mi astucia (no de la inteligencia que se juzga inútil, metafísica y abstracta). Lo que da sentido a la vida es su disfrute, el ánimo sensual de atragantamiento. La necesidad de satisfacer la piel en un bucle infinito condenado a la repetición. Eso queda lejos de la espiritualidad y el horizonte de trascendencia de antaño.

El efecto de ese universo yermo es la desertificación intelectual, la pasión que es pura pulsión. De lo que se trata, en consecuencia, ya no es solo de evitar vuelos cortos o de incrementar los fondos que favorezca la descarbonización, sino también producir posibilidades de educación. Las oportunidades de crear una cultura cimentada en el desarrollo de las ideas. Un proyecto humano que critique el estado miserable del hombre contemporáneo.

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