Eduardo Blandón
Lo que siento por ti es desolación por saberte ausente en un estado de suyo indeterminado. Solo categorizo porque es también indefensión, soledad y tristeza. Es también culpa por dejarte ir ingenuamente, por lo nuevo, por demostrarme a mí mismo que la excepción a veces genera reglas. Tonto de pacotilla.
Y si ahora racionalizo es en función del dolor porque, qué otra cosa es la escritura sino el artificio del timo, el autoengaño del pensamiento a través de la lógica. El intelecto es así: el impostor que justifica su dudosa moral en nombre de efectos curativos. Tratamientos a menudo temporales y cumplidamente inútiles.
Estabas bien dónde estabas. Tenías mi cuidado, la protección y la estima de quien ama lo que vale. Y sí, criticarás mi falta de ternura (con toda razón). Nunca he podido superar esa manía afectiva del todo abstracta, culpa de mi deformada educación filosófica acostumbrada a lo etéreo. Lo mío no ha sido la realidad ni lo concreto a la manera de muchos, por ello te he amado desde una sensualidad cuyo defecto ha sido la ausencia táctil que tú me reprochas a tu manera.
Pero no estás por voluntad propia. Habrías podido soportar lo gélido de nuestra relación, a mi modo de ver, poco vulgar. Una condición que estaba a la altura de tu naturaleza. Porque claramente fueron tus atributos los que me sedujeron de ti: tu dignidad, el garbo y las maneras de tu expresión. Así, verte y enamorarme fue lo mismo… hasta hoy.
Esa es la causa de mi desolación: la conciencia de haberte perdido. El reconocimiento de que, aunque puedo reponerte, nada es igual sin ti. Eres tú lo que deseo, tu olor, tu piel, la fineza de trato y finalmente el sentimiento de propiedad. Éramos el uno para el otro aún en la distancia, el silencio o cualquier asomo crítico. Nos entendíamos incluso con solo vernos.
Acepto mi error al prestarte, la frustración por la infamia de quien no te regresa conmigo. Lo siento además porque no valora tus encantos, la edición, el año de publicación ni el contenido de tus páginas. Lo suyo ha sido la cleptomanía o, peor aún, el dolo aderezado con maldad pervertida. Sirvan estas letras como forma de reconocimiento, pero sobre todo como denuncia al ladrón del libro solazado en la impunidad.