No vivas del pasado, no imagines el futuro, concéntrate en el momento presente. Buda
Divagar es el estado permanente del espíritu movido por la inquietud. Su naturaleza es lo inestable, la energía desbordante suspendida sin anclajes. Vagabundear es nuestra carta de ciudadanía, el sello humano que nos distancia de lo material y nos abre a lo íntimo. Con ello, posibilitamos la fantasía, abrumados por la gravedad del mundo físico.
Vivir equivale a deambular, como los héroes que desconocen el reposo. Transitar, en el caso del alma, en un peregrinaje hacia el misterio o, para decirlo como Buenaventura, en un “itinerarium mentis ad Deum”. El movimiento, explicado de esta manera, sería el efecto de atracción irresistible por parte de lo divino.
Como sea, el razonamiento parte del reconocimiento de la fluidez del espíritu. La aceptación de que cada uno es portador de una loca, la loca de la casa, según la santa de Ávila, incapacitada en su estado natural de ningún gobierno. Por ello, la meditación es un acto, si cabe el término, “contra natura”, en virtud de su propensión natural.
Esa conciencia plena, como la llama el Zen, es el resultado violento autoinfligido para disciplinar la mente. Una tarea que se logra cuando, con el tiempo, se modifica su estructura a fuerza de atención. Sin práctica continua ni guía, la actividad es un ejercicio somnífero de escaso provecho.
¿Qué hacer cuándo se fracasa en el intento? Quizá aceptar las limitaciones y figurarse el compromiso como carrera de largo aliento. Algo así dice el Papa en un texto reciente.
“¿Qué hacer entonces en esta sucesión de entusiasmos y abatimientos? Se debe aprender a caminar siempre. El verdadero progreso de la vida espiritual no consiste en multiplicar los éxtasis, sino en el ser capaces de perseverar en tiempos difíciles: camina, camina, camina… Y si estás cansado, detente un poco y vuelve a caminar. Pero con perseverancia”.
La vigilancia tiene sentido, al margen de la vida interior, si la utilizamos para examinar nuestra conducta. Siempre que nos deshagamos de las rémoras que nos dificultan caminar y comprometen la ternura que debemos a los demás. En este caso, la distracción que reduce nuestro conocimiento pervierte las relaciones basadas en una mirada enferma, desenfocada y estrábica.