Eduardo Blandón
En un santiamén la preocupación global pasó de la pandemia al estado de inestabilidad por la invasión de Rusia a Ucrania. Nadie se lo esperaba, aunque ahora los profetas se multipliquen y digan que ya se veía venir. Lo que no se puede negar son los ingredientes que ahora aderezan el pastel: un zar disfrazado de gobernante del siglo XXI, unos países débiles, con pocos consensos (la Unión Europea), una nación dividida y en franca decadencia (los Estados Unidos) y otros Estados (China y la India, por ejemplo) que aguardan con oportunismo para sacar provecho de la situación.
En medio de los problemas en apariencia irresolubles están los ucranianos. Son ellos los de peores condiciones, los que duermen bajo las balas, las bombas y la inseguridad de la violencia en cualquiera de sus versiones. A ellos les toca el drama de la sobrevivencia que comporta la incertidumbre de lo básico.
Más allá de la región, el mundo entero está en vilo al ignorar la próxima medida del Zar. Es difícil anticiparse. Un día amenaza a Finlandia y Suecia, el otro habla de negociaciones que eviten muertes, pero también se refiere al uso de armas nucleares. No se le puede creer porque su narrativa es entre mendaz y autoritaria.
Así las ciudades viven jornadas nunca vistas. ¿Cómo íbamos a saberlo si creíamos en el triunfo de las vacunas? Ya dábamos por descontada la nueva realidad y el regreso a las escuelas y universidades. Si nos descuidamos (nunca como hoy es posible), la vida en los bunkers puede ser nuestro próximo refugio. ¡Qué espanto!
Por ahora, sin embargo, mucho pertenece a la futurología. Aunque no todo. Las primeras consecuencias en materia de desajustes económicos son un hecho. El encarecimiento de los productos toca la puerta por vía del enfriamiento del comercio. Y claro, más allá de la estanflación anunciada, emerge la pena de los países por falta del gas que calienta los hogares. La adversidad amenaza el progreso.
El diagnóstico es claro, los vientos no soplan a favor de la humanidad. Por más inteligencia empleada para llegar a la luna y explorar el universo, no hemos crecido como sociedad desarrollada. Seguimos siendo hordas con intereses a corto plazo, bárbaros violentos sin más recurso que la transgresión.
Por fortuna hay otro escenario esperanzador, grupos de conducta ejemplar. Los que afirman la vida desde la teoría (pero también la praxis) de un relato que privilegia el diálogo, la crítica constructiva y el reconocimiento de la diferencia. Son ellos los constructores de sueños, los artesanos de cuya actividad depende todavía nuestra fe en la historia y la humanidad.