Eduardo Blandón
Como es muy fácil responsabilizar de casi todo a la educación, haré un recuento de su deuda con la sociedad, cargando las tintas contra esa institución inútil. Y no es que esté del todo convencido de su ineficiencia, pero a falta de otros actores valientes que den la cara, esa organización puede asumir lo que le corresponda.
Refirámonos en primer lugar a su incompetencia en la formación de jóvenes ciudadanos. ¿Qué ha hecho por preparar a esos “animales políticos” del futuro? Prácticamente nada. Quizá los profesores mismos afirmen el estribillo aquel de que la política es para ladrones y se sitúen al margen incluso de la crítica. Las ciencias sociales es un recuento de datos, fechas y conceptos abstractos.
Ni qué decir de la enseñanza de las matemáticas. Aquí la educación fracasa ominosamente a causa de docentes incapacitados para hacer degustar la disciplina. Son los grandes emasculadores del sistema. Su cirugía es tan eficaz que inutilizan para siempre a los estudiantes. Y no les cala, algunos parecen conformar un gremio de enfermos.
La formación ética no recorre mejores caminos. Primero porque brilla por su ausencia y, luego, por sus contenidos. Reducida a clase de religión, no hace favor a los alumnos convertidos en fundamentalistas. No es la mediación para la crítica, la aproximación a los sistemas morales asumidos desde la racionalidad, sino la afirmación del único horizonte comprendido como válido, el bíblico.
¿Qué decir de los profesores de ciencia? Uno esperaría sensatez, pero imbuidos de un positivismo de vieja data, justifican su saber en desmedro de las disciplinas humanísticas, la literatura, la filosofía y las artes. Se sienten herederos de Bacon y con Comte quisieran fundar una nueva religión en la que no quepan los bohemios que pierden su tiempo, según ellos, con ensoñaciones y alquimias de un pasado oscuro.
El desastre alcanza su cénit con los llamados a formar en las humanidades. Tanto fanfarrón en las aulas, timadores, sofistas, mendaces y superficiales. Son legión. Los une la irrelevancia. Sus enseñanzas, llamadas a tocar el alma por la lectura de los clásicos, son inocuas. No hay despertar de conciencias, voluntad de rebelión, ni ánimo de sedición y protesta. Más bien los estudiantes parecen cómodos, siguiendo una narrativa que abrazan como destino.
La educación cumple los dictados de un sistema diseñado para la complacencia. Lo hace bien cercenando el espíritu de independencia, autonomía y violencia debida. Así, nos hemos convertido en una sociedad homogénea: pacata, temerosa, obediente e inclinados a no buscar problemas (ese irenismo enfermo aprovechado por los fuertes). Eso sí, muy confiados en una providencia a la que le encargamos que nos salve y nos libre del mal. Estamos bastante jodidos.