Eduardo Blandón

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Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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Eduardo Blandón

Escribir, se dice, es un acto de rebeldía.  ¿Qué tanto?  Solo si se extiende el concepto.  Concebirlo, por ejemplo, como búsqueda que anima el cambio.  Según esto, escribir tanto si se practica la ficción, la poesía o el autoexamen, se encaminaría al intento por trastocar la realidad dada.  Subyacería la insatisfacción por lo plano en un esfuerzo por trascenderlo.  Así, sin violencia, creativamente, se apostaría por el devenir.

El artista, desde aquí, sería el más evolucionado de los hombres.  Lo es por la mediación de su opción o, mejor, por el uso de instrumentos que apela al discurso refinado, pero no inane.  En su interior se afianza la convicción de que la realidad puede ser trasgredida desde lo bello.  Sin que su decisión no comporte la voluntad de manipulación.

Además, el rebelde transformado en esteta es consciente de su propia naturaleza.  Incapacitado para generar dolor, es, sin embargo, un quirurgo que opera con precisión.  Prescinde de la compasión si su proceder trae los resultados esperados.  De este modo, el creador semeja lo insensible arrebatado por el encono con que asume su oficio.

Exceptuando ciertos obreros del conocimiento, ensayistas, críticos y libelistas, los escritores suelen ser invisibles.  Son seres aparentemente sustituibles, inútiles y perfectamente prescindibles.  Quizá una especie de adorno solo reconocidos en sociedades de espíritu evolucionado.  Un tupé coqueto que lucen ciertos grupos humanos que no es solo accesorio, sino elemento esencial en su manera de ser.

Y aunque a veces sean molestos por ese sentimiento cultivado de insatisfacción y reclamo, son apreciados porque encarnan el misterio.  En general se intuye que los artistas pertenecen, más allá de las apariencias, a una élite que lo ubica frecuentemente por los distraídos en la categoría de los raros.  Y esa es la paradoja que les toca vivir.

Apreciados y excluidos, ninguneados y despreciados, quienes se dedican a la escritura viven la ambivalencia del trato.  Es un drama asumido que no los distrae de su oficio, pero que no es indiferente.  Lo acepta por el precio a su singularidad.  Claro está que se reconoce a sí mismo diferente, sin que reclame lo particular.

El estado que habita, siempre poblado de fantasmas, lo muestra ausente y descomprometido.  Sin más poder que la pluma, su presencia es inofensiva.  Translúcido, su fachada camaleónica confunde.  Solo en la palabra ocurre el milagro, cuando ordena el universo usando el verbo, resignificando la realidad con la imaginación.  En ese trance, cuando encaja su insatisfacción, reinventa el mundo y se vuelve peligroso.

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