Eduardo Blandón
Es probable que muchas de las cosas que recordamos y elencamos a nuestro disfrute sean producto de nuestra imaginación. Lo propio del recuerdo es la ficción que acomoda los eventos según conveniencia, haciendo de nuestras historias reconstrucción falsificada. Por ello, mal haríamos no apercibirnos de esas triquiñuelas para no quedar encantados de nuestros propios timos.
Un ejemplo de esto es lo que me cuento del inicio de mi vida literaria. Me he dicho mil veces, ese es el registro acomodaticio, que el primer libro que cayó en mis manos fue la biblia y que, en consecuencia, constituyó mi primera lectura. Así, evoco al niño leyendo los evangelios, admirando la vida del nazareno cuyo sacrificio me pareció la mayor injusticia planetaria de la humanidad.
¿Es literal ese suceso? Vaya usted a saber. Imagino que mi propensión al lirismo y la búsqueda explicativa que dé razón a mi personalidad es la que me juega la vuelta en la novelería. Consciente de ello, soy cada vez más cauto de mi narrativa. Como cuando hablo de mi adolescencia serena, lejos de toda altanería, beligerancia y volubilidad de carácter. Lo mío ha sido la mansedumbre, refiero, el ánimo de bien y la aceptación estoica de los sucesos adversos.
Toda una superchería sin duda. La misma de aquel amigo que cuenta sus aventuras amorosas vividas con el ánimo impetuoso de un Don Juan. “No solo he tenido las mujeres que he querido, sino que he sido un amante sin par”, me relata. Lo que lo lleva seguidamente a los detalles, ya sabe, lo propio del macho de nuestras tierras: sexo bestial, coitos interminables y malabarismos extremos.
Yo lo escucho, si bien con reserva, con la atención que merecen los protagonistas de una película. Y sí, las proezas de mis amigos se repiten, pero siempre hay espacio para la novedad, más aún si los etílicos aportan lo suyo. Lo cierto es que la novelería no tiene límites y no es cosa solo de machos primitivos, sino también de féminas delicadas y honestas.
Uno escucha a veces, por ejemplo, historias familiares en las que no falta el drama de quien no ha recibido comprensión y gestas de protagonistas no valoradas. No seré yo quien ponga en entredicho la violencia impía producto de nuestra barbarie, pero también hay en algunas de ellas dosis de ficción que no hace justicia a la realidad.
Como le he dicho, lo nuestro es la fabulación, la recreación de hechos que le den sentido a la vida. La urdimbre es involuntaria, creo. Deriva del impulso cuasi instintivo abocado a la articulación para la sobrevivencia. No hay más. Debemos aceptarlo y renunciar a todo intento de verificación. Las historias, son eso, un relato simbólico con propósito salvífico, justificante y reparador.