Eduardo Blandón
En la década de los ochenta los nicaragüenses tuvieron un héroe en las filas de la Iglesia Católica, se llamaba Miguel Obando y Bravo. Su porte no era majestuoso, más bien era exiguo, llano y poco sofisticado. Primero fue Arzobispo de Managua, luego Cardenal, príncipe eclesiástico quizá emparentado con Atila, ya sabe, el bárbaro aquel, rey de los Hunos.
No lo digo con mala leche. El purpurado fue amado casi por todos sin excepción, también por los tirios y troyanos que, seducidos por su valor frente a los sandinistas, se rindieron al colaborador de Juan Pablo II. Su audacia no fue única, otros curas y varios obispos le acuerparon para impedir la aplicación de las díscolas políticas de los líderes de la revolución.
Algo pasó, sin embargo, en su vida. De pronto se produjo una conversión inexplicable que lo ubicarían como monigote de Sandino y fantoche servil de la familia Ortega. ¿Perversión moral (sexual)? ¿Corrupción? ¿Cansancio físico (senectud)? Muchos especulan su degradación, lo cierto es que el salesiano se volvió indigerible, motivo de caridad cristiana a fuerza de mucha virtud.
El diario español, El País, frente al misterio de los acontecimientos, en busca de explicaciones, cita lo siguiente:
“Obando se vio obligado a coquetear con Ortega por la corrupción de Rivas, –Roberto Rivas, hijo de Josefa Rivas, la eterna asistente de Obando– especie de hijo adoptivo del Cardenal. Rivas tiene techo de vidrio. Hizo millones de dólares de forma ilícita. Puso al cardenal en posición incómoda, afirma Humberto Belli, ex ministro de Educación, miembro del Opus Dei y uno de los principales opositores del cardenal”.
La iglesia guatemalteca también ha tenido sus profetas, muchos, como en aquel país centroamericano. Catequistas, ministros de la palabra, religiosas y curas ofrecieron su vida al denunciar las condiciones injustas del país. Sin embargo, a veces los pastores no están a la altura de las circunstancias y se pliegan cómodamente desmintiendo el valor del Evangelio.
Así, la audacia del cristianismo se degrada por racionalizaciones extra evangélicas que apelan a la pseudo prudencia. Más grave aún, cuando son los pastores (y cardenales) quienes operan desde la tibieza doctrinal que justifica el latrocinio por sus actitudes timoratas. ¿Cómo llegaron hasta aquí algunos Obispos? ¿Cansancio? ¿perversión ideológica? ¿Inmoralidad personal? ¿O de verdad creen que la corrupción es solo una ficción?