Eduardo Blandón
La estupidez es una constante en nuestra vida, si no en la suya, en muchos de los que conozco y en la mía, por supuesto. Y no me refiero a la ignorancia relativa a los saberes científicos -eso queda por descontado-, sino a la contumacia expresada en la inclinación a determinarnos por lo bajo o, por lo menos, por lo que no nos produce mayor orgullo personal.
Quizá lo que nos iguala sea el error en nuestras actitudes. Extravíos, producto generalmente por una disconformidad sobre cómo nos concebimos. Un ejemplo de ello se da en el caso de los alcohólicos, tan reacios en aceptar sus propios vicios. Así lo reconocen los que lo superan: “solo pude salir del agujero cuando acepté que estaba mal. Cuesta aceptar la autodestrucción y el mal compartido -sin quererlo uno- con quienes se ama”.
La necedad es una de las responsables de nuestra despreciable vida moral. La convicción, por ejemplo, del padre que dice querer el bien de sus hijos causándoles violencia. En su interior persiste la auto justificación, “no me considero un mal padre porque zahiera a mis hijos, ellos necesitan mano dura”. Los hay incluso que se juzgan modelos de vida paterna -o materna-.
En ello estriba la estupidez, en creernos buenos. Nuestra imagen distorsionada, las convicciones arraigadas a causa de una visión miope, la propia historia y la tradición aprendida -no menos tonta-, hace casi imposible juzgarnos críticamente. Así, aunque seamos eruditos en nuestra profesión, resultamos vacas (con perdón del ganado vacuno) en materia de educación y en la propia orientación de nuestras vidas.
El estrabismo, sin embargo, no lo explica todo. Agreguemos también nuestra irreflexión, la incapacidad de abrirnos a otras ideas, el ánimo constante de autodefensa, la obstinación por no reconocer el error. Como si el caparazón auto impuesto fuera nuestra mejor ocurrencia. En esa situación recuperarnos es casi un milagro.
La educación escolar no ayuda a los jóvenes -es parte del problema-. Tampoco los profesores, tan humanistas que debieran ser, cultivan una cierta vida interior. El ideal socrático del “gnosce te ipsum” quedó superado, relegado a una anécdota que no afecta a los educadores. Más aún cuando el positivismo aderezado con ideales capitalistas se enfoca en las utilidades, la eficiencia y los resultados. ¿A quién le importa la bondad del trato cuando el padre puede compensar con mesadas y viajes a Disney?
En fin, que la imbecilidad se extendió por el mundo. Creemos en la fecundidad de nuestras relaciones por los regalos compartidos. No importa si somos trogloditas en nuestra visión maniquea del mundo, es indiferente si somos duros al juzgarnos mutuamente, a nadie interesa nuestros propios gustos. La barbarie priva porque al sentirnos justificados, esparcimos nuestro mal carácter, las malas vibras y la incapacidad de sentir lo que a los otros les afecta. Somos idiotas de antología…, sin saberlo para infortunio de quienes nos rodean.
Eduardo Blandón