Eduardo Blandón
Si el buen Dios me lo permite próximamente estaré celebrando mi natalicio por enésima vez. Son muchos años los ya vividos desde que mi madre me alumbró en una fecha inexacta, (hay todo un chirmol sobre el dato correcto), que me iguala en circunstancias a los antiguos, digamos Séneca, sin que comparta el desinterés estoico y no me afecte la incertidumbre de algo tan elemental.
Ya me dirá alguno que representa ventaja. Y no deja de tener razón. Desde que tengo memoria celebro en días distintos mis cumpleaños. ¿Por qué? Ese es otro tema: me he pasado más de cincuenta años dando esa explicación que ahora me ahorraré por aburrida y para compartir con usted dosis de incertidumbre.
Como en todo, el pastel tiene su guinda. He nacido en fechas en que si me fío del testimonio de mis padres pertenezco a un signo del zodíaco, pero si me atengo al registro ya la suerte distinta. ¡Maldición! Ni siquiera puedo conocer mi destino, mi pareja ideal, la razón de la volubilidad de mi carácter ni el número perfecto para comprar la lotería. Aquí sí la providencia no pudo manifestarse más perversa.
“¿Eres Tauro o Géminis?”, ha sido la pregunta recurrente. “Lo que tú quieras”, respondo, “lo que te convenga. Si la carta astral dice que para ti el hombre ideal es un toro, pues lo soy. Escógelo, no tengo problema, soy versátil, no tengas pena”. Por lo general me ha funcionado, sin saber la razón exacta de la coincidencia o porque quizá de un día para otro la definición no es tan fuerte como si se tratara de grandes plazos.
La imprecisión de mi nacimiento (mis padres siempre me pidieron perdón por el micro descuido) permitió que mi hermano se empeñara en repetirme que había sido recogido en un basurero. “Efectivamente, sancionaba con bastante coherencia, eso demuestra tu origen espurio”. No lo decía así, pero casi. Luego de ello pasaba a enlistar nuestras diferencias: “Es claro, concluía, tú no eres de la familia”.
Al inicio me afectaba, pero luego llegué a celebrar esas diferencias. Además, la llegada de mi hermana, ausente de toda esa discusión, hizo que hasta me olvidara de mi naturaleza advenediza. Para ese entonces ya tenía carta de naturalización y me sentía (seguro que por efecto del tiempo) incardinado en la familia.
Los accidentes compartidos son parte de la historia y, como le digo, muy pronto estaré de manteles largos. Me hago viejo, y aunque mis amigos me dan ánimo diciéndome que la prueba de mi juventud es que no formo parte del grupo de mayor riesgo contra el coronavirus (vaya consuelo), lo verdaderamente cierto es que he vivido bastante. Gracias por acompañarme en este viaje y compartir conmigo la vida desde este espacio periodístico.