Por Edwin J. Asturias
En las ultimas semanas del 2020, en Estados Unidos, un narciso y derrotado presidente, fraguaba junto a terroristas de derecha extrema y una pandilla de abogados, un golpe a la democracia republicana más antigua del mundo. Para entonces, las instituciones de justicia, una tras otra, había denegado, basadas en evidencias claras, las peticiones de deslegitimizar una elección considerada la mas transparente y eficiente de la unión americana. La inteligencia militar había detectado una posible estrategia perversa fraguándose desde la oficina oval de la casa blanca. Los dos escenarios que el Estado Mayor consideraba posibles estaban basados en el desencadenamiento de una crisis externa como una guerra con Irán, o la fabricación de una crisis interna que justificaría el uso de las fuerzas de seguridad – policías y militares – para impedir la transferencia de poder. El general Mark Milley, presidente del Estado Mayor Conjunto, instruyó a su equipo a prepararse para desafiar posibles órdenes de Trump que seguían el patrón que Hitler había usado en la Alemania de 1933 con la quema del “Reichstag” y la toma por la fuerza del gobierno teutón. Con lo que Trump y sus secuaces no contaban, es que los generales abrigaban reglas, estándares y experiencia, y no una lealtad ciega a desafíos ilegales a la Constitución e inconsistentes con la historia democrática de su nación. El resto es historia, la democracia estadounidense sobrevivió uno de sus más violentos asaltos, y el mentiroso y déspota expresidente enfrenta cuatro juicios civiles y criminales por sus actos ilegales.
A casi cinco mil kilómetros de distancia hacia el sur, el recién pasado octubre, mareas de ciudadanos de poblaciones ancestrales de Guatemala, enfilaban y acampaban en protesta por el abuso de la ley y la persecución penal que el Ministerio Público había desencadenado meses atrás contra periodistas, exfiscales, defensores, y cualquiera que se opusiera a su diabólico plan de usurpar el poder y continuar con un gobierno corrupto, atroz y dirigido por escoria. El 25 de junio, la mayoría de los guatemaltecos había dado una bofetada a la asonada antidemocrática, votando en contra de los pronósticos, esperanzados en un binomio presidencial que alentaba el fin de la era de corrupción y putrefacción de un gobierno racista y sordo a la necesidad de los más. Jóvenes urbanos movieron el cielo, y los cantones y comunas desde el Ixcán hasta los Ixchiguanes alzaron su voz contra una clase política y empresarial que les ha llenado de pobreza y desilusión. Durante una veintena de días, mostrarían su valentía para defender la democracia y el derecho de las mayorías. Pero a una semana de estas protestas, la déspota e ilegítima fiscal exigió, en contra del derecho constitucional de libre expresión, que las fuerzas de seguridad desalojaran los bloqueos incómodos que reclaman su renuncia. La orden del esbirro judicial se estampó en una misiva que llegó al despacho de Gobernación. Nunca imaginaron los golpistas, que su mayor escollo sería un campeador de sangre qʼeqchiʼ que meses atrás había sereno declarado el principio que regía su actuar: “soy un soldado de la democracia”.
Napoleón Barrientos creció en Lanquín, entre montes labrados por el estruendo del Cahabón. Hijo de maestros en una tierra de antaño desolada. Se hizo oficial en tiempos de guerra, una guerra que los actuales golpistas nunca sufrieron y cobardemente evitaron. Ascendió reflexivo sobre la virtud de un ejército obediente y no beligerante a los códigos de la democracia; y desde sus adentros sabía que las protestas de los pueblos no eran solo un derecho en ley, sino expresión pacífica contra la injusticia y la ignominia. Barrientos renunció una semana más tarde, cuando los carroñeros pidieron ante la corte constitucional despojarlo de las protecciones de ley.
Ayer, en una última intentona de retribución y venganza, los frustrados golpistas allanaron la casa del General Barrientos y lo condujeron a una celda en el cuartel que alguna vez defendió. Nada queda de extrañar de una fiscal y sus huestes que ignoran las bases de lo que la carta magna les dicta: “el poder proviene del pueblo” (Art 152), y “los funcionarios son depositarios de la autoridad, responsables legalmente por su conducta oficial, sujetos a la ley y jamás superiores a ella” (Art 154); y “ningún funcionario o empleado público, civil o militar, está obligado a cumplir órdenes manifiestamente ilegales o que impliquen la comisión de un delito” (Art 156). Barrientos es un verdadero kaibil, se negó a retroceder, y ejerció su deber de desobedecer.
Barrientos no solo es un ciudadano inocente, sino reconocemos en él la cara de un ejército que en sus adentros alberga patriotas que saben y practican el fundamento de ser una fuerza militar sujeta a las leyes del poder ciudadano. La construcción de la nueva era para nuestra nación necesitará de muchos más como él, capaces de arriesgar en los momentos decisivos para la república, y con entereza para enfrentar todas las consecuencias. A Barrientos, como a muchos guatemaltecos de bien, no nos queda otra opción, o combatimos a los maleantes y corruptos, o sucumbimos como democracia plena.