Edwin J. Asturias Barnoya
Profesor de Pediatría y Epidemiología
Universidad de Colorado y Hospital de Niños de Colorado
La rutina del día siempre iniciaba con las rondas callejeras. Vestido con un pantalón vaquero, camisa de mezclilla arremangada al antebrazo, un chaleco de cuero, y al hombro el morral de odre trenzado salía hacia la Facultad de Medicina de la Francisco Marroquín a impartir antropología médica. En los claustros donde pululaba el neoliberalismo chocarrero, él abría los ojos de jóvenes estudiantes a un mundo nunca visto desde sus palacetes urbanos. Fue el primer secretario de la Facultad de Medicina de la UFM y uno de sus profesores más comprometidos.
Se formó bajo la tutela del doctor Ernesto Cofiño considerado el padre de la pediatría guatemalteca. Cuando Moisés Behar, el pediatra judío huehueteco, se convirtió en director del INCAP, Juan José heredó la clientela pediátrica de Moi, convirtiéndose en uno de los pediatras más afamados de la capital. Pero, para él la práctica médica debía probarse en donde no había recursos, en el área rural. San Juan Sacatepéquez, se convertiría en su cuna de aprendizaje holístico. “Eran guatemaltecos que hablaban y pensaban diferente”, y lo perturbaba que no siempre sus tratamientos se siguieran ante la enfermedad extrema. Partió a Europa, a entrenarse en Lausana, Suiza bajo el talento del gran Guido Fanconi. Retornó a Guatemala para enseñar pediatría en el Hospital Roosevelt bajo el amparo del doctor Gustavo Castañeda y corresponder la enseñanza en su alma máter. Su constante búsqueda por comprender la salud-enfermedad del guatemalteco verdadero lo enlista en la Facultad de Humanidades, en la cual aprende antropología junto al profesor Joaquín Noval y luego se especializa en la Universidad de Kansas.
Un sempiterno aventurero y explorador, se enlistó como médico por un semestre en la expedición arqueológica a Petén. Aprendió del “susto”, los “nervios”, el “mal de ojo” y el “empacho” no con rechazo, sino abriendo la mente para comprender su significado social y cultural. Sus escritos clásicos en los años 70 propusieron una innovadora clasificación de las enfermedades populares del altiplano desde la cosmología maya que aún está vigente. En San Juan Sacatepéquez, Juan José se convirtió en un referente. En 1976, ante el terremoto que destruyó pueblos y miles de vidas, abrió con sus propios recursos una clínica temporal para tratamiento de niños desnutridos y enfermos. Pasaba fines de semana tratando niños y sus familias, rescatándolos del látigo marasmático de la pobreza y organizando junto a su esposa Elena y los hijos, obras de teatro popular para llevar el saber en salud a los más necesitados. Tal vez por ese despertar de la conciencia, y porque en Guatemala, los de siempre y los chafarotes han dominado eternamente este señorío, la mitad de sus hijos se enlistaron en la cruenta guerra civil.
En 1982, Ríos Montt, un dictador, golpista y fundamentalista religioso, que en su momento no tuvo los cojones para defender su elección democrática a la Presidencia, ordenó junto a Méndez Ruiz, su rapto y tortura en represalia al secuestro del hijo del Ministro de Gobernación. Sus secuestradores lo interceptaron camino a la clínica y le arrebataron el amuleto de jade maya que lo protegía de la ignominia. Nunca olvidaré los relatos sobre su prisión y martirio, la música de alto volumen, la constante corrida del agua del inodoro y el maltrato físico. Todo tan solo por pensar diferente, y por ser padre de jóvenes que soñaban tener una nación más justa y libre del dominio colonial. Su liberación se logró luego de una avalancha nacional e internacional de presión a partir de que el arrogante General alardeara de su captura en televisión nacional.
Ya en el exilio, Juan José trabajó para la Cruz Roja en Belice, retornando a su patria a finales de los 80 con el inicio de nuestra malograda democracia. Reinició la clínica, la enseñanza y las lecciones de piano que por siempre lo retaron a ser un hombre de cultura y erudición. Cambió el descapotable de antaño por un sedán escarlata que lo llevaba de casa en casa atendiendo niños aquejados. Acompañarlo a las visitas domiciliarias, era ver un médico estudiando el entorno del niño, quién lo cuidaba (si la madre o la niñera), qué comía, cuál era el orden de la morada. A su clínica en Vista Hermosa, peregrinaban ricos y pobres, ladinos e indios, todos buscando el diagnóstico ágil y su cuidado único y carismático.
Su pasión por el agua fue singular, sentía que su alma fluía con el oleaje y disfrutaba navegar en su velero en un lago de Amatitlán ahogado en algas por la incompetencia de alcaldes y la sinvergüenza de empresarios contaminadores. Sus pocos detractores, la escoria de siempre que hoy nos llevan al abismo, nunca podrán regocijarse ni comprender el honor de un legado sin tacha.
Por el contrario, en su ocaso, disfrutó del éxito de una camada de nietos que son luz en las ciencias y humanidades alrededor del mundo. Juan Jo partió al cielo a sus 96 años, reconocido como un pediatra social extraordinario y compartiendo la gloria de los magnos que dejan a su paso una mejor humanidad y una naturaleza agradecida. Gracias por sus cátedras y su pasión por la vida, y sobre todo por replicarse sigilosamente en nuestros corazones y conciencia. ¡Ave Teté!