Juan Jacobo Muñoz

Tenía su forma de ser, tenía derecho a una. Escarbando en su historia biográfica podía ver que siempre había sido de esa manera, de niño, de joven, de adulto ahora. Se cayó mal.

Lo que más le dolía era que su forma de ser había sido sincera y a pesar de eso, siempre le había acarreado problemas y sinsabores; y eso era precisamente lo que no entendía. En todo esto cavilaba mientras bebía a solas un café, tratando de recomponerse, luego de haber sufrido otra frustración.

Igual que lo hacía cada vez que tenía un desencanto en su relación con alguien, revisaba los hechos y valoraba la conducta de las otras personas, lo que igualmente le servía para nada. Todo era siempre incomprensible y hasta ingrato a su parecer.

Su punto ciego en todo su drama de múltiples reincidencias, era que se consideraba una buena persona y así lo hacía sentir. Le dejaba claro a la gente que sus intenciones eran legítimas y mostraba una disposición irrestricta frente a las necesidades y a veces exigencias de los demás.

No ser bondadoso era traicionar un valor; algo como portarse mal, no hacer la tarea o estar pecando; todas versiones infantiles de la responsabilidad. Además, de su carácter, era su característica más destacada. ¿Quién podía negarle que era una cualidad? Al contrario, lo celebraban por ella, y a la vuelta le sacaban ventaja.

Ser generoso indiscriminadamente, más que un gesto de bondad era un acto impulsivo que solamente lastimaba valores profundos como la identidad, la dignidad y la integridad; pero aun así no sabía decir que no a la primera provocación de servir a alguien.

Alguien le dijo una vez que para que algo sea realmente justo, había que estar dispuesto a todo. Un padre para no ceder a las manipulaciones de un hijo debe actuar de tal manera que se corra el riesgo de que su hijo muera. Lo mismo con una pareja, hay que llegar a las últimas consecuencias con riesgo de que se vaya. Había que ser muy determinado para tolerar esas angustias, y él no creía que hubiera gente que fuera capaz de jugarse esa carta.

¡Eso es!, pensó; o más bien lo sintió en la boca del estómago. Y de pronto entendió que todo el tiempo había sido como una carta volteada hacia arriba que toda la gente podía ver y que por supuesto no guardaba ningún secreto. Su pretendida carta, la de ser bueno con los demás, era tan evidente y en consecuencia de resultados tan obvios que siempre obtenía las mismas respuestas y recibía las mismas provocaciones.

Claro, con la oferta de ser bueno no le quedaba más que serlo. Si se oponía al mandato predeterminado, toda la gente reaccionaba indignada y llenándolo de culpas le cobraba por no ser espléndido y él se sentía obligado a dar una vez más y otra la misma respuesta de siempre y satisfacer así los caprichos de otros.

Tener una sola forma de hacer las cosas era absurdo, lo sabía bien. Necesitó ver de frente su miedo a no ser admirado, para aprender a buscar otras formas de vincularse y arriesgarse a no ser apreciado por todos. Le sirvió entender que darle gusto a la gente más que admiración provocaba desprecio. Nadie aprecia lo que no admira, y ser de alguna forma servil, no promovía mucho reconocimiento.

Aceptó el desafío de ser una carta vuelta hacia abajo, o digamos que se hizo el interesante. Fue más misterioso, le dio un toque de suspenso a su presencia en las vidas de otros, se atrevió a decir que no y, como queriendo y sin querer, se hizo atractivo ante personas más íntegras. Por supuesto, tuvo que sacrificar la falsa simpatía de sus antiguos explotadores.

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