Danilo Santos
Recuerdo la primera vez que sentí algo que me dominaba por completo, que era superior a mí y me controlaba, al punto de no dejarme respirar. Tenía 6 o 7 años, jugaba, con el único juguete que tenía y quería, una Poza Azul en Sto. Tomás de Castilla: se veía su fondo, el agua era cristalina y había toda clase de vida en ella. En la orilla, la profundidad era de poco más de un metro, de puntillas era seguro, jugar, sumergirse y perseguir pececitos, buscar camarones, jutes, buscar fichas perdidas por los bañeantes, para después limpiarlas con el carcañal del pie, dándoles vueltas y vueltas en la arenilla, hasta que quedaban sin sarro y las aceptaban en la tienda. Era un mundo distinto, pasaba horas metido en el agua hasta entumecerme, no importaba si era época de verano o lluvia, cuando llovía era mejor, nadie más que yo disfrutaba de todo aquello. Un buen día, se me ocurrió ir más allá de la profundidad de un metro en la orilla, lo hice, con un pie todavía tocando el fondo, estiré el otro y no sentí nada debajo, bajé el otro y no sentí el fondo, de hecho, el agua era más helada, sentí miedo y retrocedí. Me fui a la orilla y me acosté al sol hasta quedar tostado de seco. Pensaba en qué había más allá de ese paso que no di, me metí nuevamente, con miedo, pero con una curiosidad inmensa. Afirmé un pie, di el paso con el otro, y esta vez, el peso de mi cuerpo me hundió, conocí qué tan profundo era aquello. Intenté chapotear de vuelta, pero no podía, el aire me faltaba, sentía cómo mis ojos se abrían inmensamente buscando la superficie, daba vueltas a mi alrededor buscando algún lugar dónde pararme, encontré uno, lo alcancé con la punta de los pies y me impulsé, fue suficiente para sacarme a tomar aire. Tomé una bocanada mezclada con agua y de vuelta al fondo, estaba muy lejos de la orilla, muy lejos. Esa segunda vez, con miedo, pero sabiendo de qué se trataba la situación, intenté impulsarme yo mismo hacia arriba, con mis patadas “de casi ahogado”, sentía que subía, pataleaba más, sentía que se acercaba la superficie, pataleaba más, y nuevamente una bocanada de aire y otra de agua. La tercera vez, ya solo tenía que repetir el plan con más fuerza, así lo hice, y esta vez solo tome aire y no agua. Al llenarme de aire y chapotear como desquiciado, pude flotar y dirigir mi cuerpo hacia la orilla, hasta que toqué el suelo con mis pies nuevamente. Ese día, pude ahogarme y nadie se habría dado cuenta, sentí mucho miedo. La Poza Azul mide aproximadamente 75 metros de largo, a partir de ese día, todos los días chapoteaba un poco más lejos sin tenerle miedo al fondo, a no tener los pies firmes, le di esa confianza a mi cuerpo, a mi fuerza, a mi respiración, hasta que logré alcanzar la otra orilla. Cuando en la vida siento que me ahogo, que no doy más, que seguro todo ha terminado, viene a mi ese recuerdo, y gracias a la Poza Azul y sus lecciones, siempre llego a la otra orilla.