César Antonio Estrada

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En un inverosímil país parecido al nuestro, recientemente, un vecino, profesional, ilusionado con su recientemente obtenido título de Licenciado, alcanzado luego de cursar un año de Maestría como requisito para graduarse al cabo de largos años de estudio y penosos trámites burocráticos, se lanzó a la búsqueda de un mejor empleo que el de mensajero motociclista con el cual se ganaba su sustento.

Desde joven había admirado la trayectoria de ciencia y conciencia social de algunos estudiantes y profesores de la única universidad pública nacional y le habría gustado desempeñar allí su nueva profesión pues sentía un cierto llamado interior por el conocimiento y la educación –acaso su vocación– por lo cual leyó con interés y esperanzas un anuncio en que se informaba de la disponibilidad de puestos en dicha Casa de estudios superiores.

El anuncio sólo decía que, debido a procesos de modernización, reingeniería y acreditación internacional, había numerosas plazas disponibles, no distinguía su naturaleza y pasaba luego a describir concisamente lo que la Institución esperaba de los nuevos “colaboradores”.

Según contó nuestro vecino, se indicaba que los solicitantes que tuvieran la fortuna de ser contratados debían cumplir puntualmente, como toda la nómina de empleados, los múltiples requisitos legales y administrativos que continuamente, cada semestre, los altos y distantes directivos de la universidad dispusieran: en realidad, esta era la principal función laboral, lo demás era lo de menos. Había que ser escrupuloso en presentar diversas constancias –so pena de ser sancionado– tan variadas como fotocopias autenticadas de los diversos diplomas de educación primaria y secundaria, de los títulos universitarios –cuando sea el caso–, antecedentes policiales y penales, certificación de estar al día en las cuotas del respectivo colegio de profesionales si se es licenciado, minuciosos planes e informes de labores, cartas de recomendación y buena conducta emitidas por sus superiores, y una promesa escrita de velar por la unidad y el honor institucionales, de observar los lineamientos normativos y defender la autonomía universitaria (tan traída y llevada por tirios y troyanos).

¿Cuáles eran las labores que debían realizarse? El anuncio sólo indicaba que esto era irrelevante, que no era motivo de preocupación. Lo esencial para ser miembro de la Institución era conformarse con el estado de cosas, seguir la tradición, las costumbres y las orientaciones señaladas por los directivos, magníficos, sabios y rectos. Daba lo mismo si se laboraba como guardia, asesor jurídico, contador o auditor, encargado de compras, conserje, secretaria, jardinero, encargado de ventanilla de atención a los “clientes” (que son la razón de ser de la empresa: ¿los estudiantes?); no importa si se trabaja como profesional liberal, si se es investigador o docente. Después de todo, luego de infaustas décadas, el sentido de universidad se había perdido, y ahora ninguno sabía con claridad para qué estaba este organismo público, cuáles eran sus fines y a quiénes se debía. Además, siendo una organización muy democrática e igualitaria, independientemente de su preparación y sus funciones, todos gozarían de la misma consideración, derechos, obligaciones y salarios.

Como es de suponer, ante este oscuro cuadro, nuestro vecino, el nuevo profesional, no lo pensó mucho y ya no solicitó trabajo en dicha universidad (ya no “aplicó”, como dicen ahora). Decidió correr los riesgos y la incertidumbre de trabajar por su cuenta para ganarse la vida y así evitarse la zozobra y los cuestionamientos de conciencia que seguramente lo atormentarían más de alguna vez en esta kafkiana y extraviada universidad.

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