Gustavo García Fong
Doctor en Humanidades y Ciencias Sociales, académico y jurista.
Todas las entidades del sector justicia en el país están conformadas, en buena medida, por profesionales del derecho: jueces y magistrados, fiscales, defensores públicos, abogados y notarios. Dichos administradores u operadores de justicia se forman en las facultades de Derecho o de Ciencias Jurídicas y Sociales que funcionan en las distintas universidades guatemaltecas. Si la aspiración es que el sector justicia responda de manera efectiva y eficiente a las necesidades reales de la población, habrá que poner mucha atención y cuidado en el tipo de formación que, en el ámbito jurídico, están proporcionando las universidades a los profesionales que en el corto y mediano plazo, se integrarán en el referido sector.
En muchas universidades de América Latina, incluyendo a Guatemala, a pesar de importantes esfuerzos encaminados a mejorar la calidad de la enseñanza en el ámbito del derecho por algunas universidades guatemaltecas, interés digno de encomio, por supuesto, aún es notoria la ausencia de carreras docentes consolidadas. Esta situación fue advertida hace al menos un par de décadas, cuando se visualizó el problema y llegó a establecerse que alrededor del 75% del personal docente de las universidades –lo que incluía también a quienes desempeñan tal labor en las facultades de Derecho o de Ciencias Jurídicas y Sociales-, trabaja por “horas” (Informe de Desarrollo Humano 1998 del Sistema de Naciones Unidas en Guatemala), destacando además, los bajos porcentajes existentes en profesores a tiempo parcial o a tiempo completo y, para completar el escenario, figuraban las bajas asignaciones salariales de los profesores. En el mismo sentido, parece que en general, la designación de los docentes no proviene de un sistema de concursos, obedeciendo las mismas, en muchos casos, a otro tipo de motivaciones. La situación pareciera no haber cambiado mucho en el presente (con las consabidas excepciones, por supuesto).
Entre los criterios que deberían prevalecer para que un profesional del derecho enseñe en una facultad universitaria, estarían: Su experiencia y apropiada formación profesional, lo que implica, aparte de contar con el grado académico de licenciatura, contar con una maestría o un doctorado (de preferencia, este último grado académico, obtenido luego de superar los créditos necesarios en una Escuela de Doctorado con su respectiva Comisión de Doctorado a cargo del control y supervisión de la calidad de la enseñanza); la vinculación del candidato con actividades de investigación; una apropiada formación pedagógica –que debería superar el tradicional enfoque de pensar que enseñar derecho consiste en una transmisión pasiva de conocimientos de índole legalista, es decir, lo que dicen los códigos; dictar una clase magistral, que en muchos casos no ha sido previamente preparada y aceptar algunas intervenciones de los estudiantes; conocimiento de las tecnologías de la información y la comunicación como un valioso recurso para la enseñanza; una carrera profesional meritoria, donde resalte un alto sentido de la ética y la deontología profesional. Además, sigue siendo importante desterrar algunas concepciones todavía vigentes, tales como que el profesor de derecho “colabora” con su facultad impartiendo clases, pero con poco o ningún sentido de pertenencia a ella, o bien que se ejerce la docencia por “hobby” o por “amor a la cátedra”. En ningún momento se pone en duda que el espíritu de servicio y de colaboración, así como la vocación por la docencia sean atributos de suyo deseables y que le imprimen un valor agregado al ejercicio de la cátedra. Lo que se cuestiona es que, bajo argumentos como el “hobby por la enseñanza” o el “amor al arte” se desatiendan, los procesos de oposición transparentes para acceder al puesto, las altas cualificaciones para desempeñar el trabajo, como también una justa retribución por los servicios prestados.
Estoy convencido de que, al final de cuentas, quien termina pagando las facturas por una administración de justicia que inicia por la enseñanza del derecho (que tendría que apuntar hacia los estándares de calidad más altos) y que concluye con una sentencia (de diversa índole), sin lugar a dudas insatisfactoria para un determinado sujeto procesal, es el ciudadano común y corriente, que generalmente desconoce el tipo de formación que ostentan los que ejercen el derecho, independientemente del cargo que desempeñen y en los cuales ha depositado sus mayores esperanzas para resolver un determinado conflicto, haciendo valer su derecho fundamental de acceso a la justicia, lo cual resulta ser lo más trágico de todo, pues es la gran mayoría de la población la que menos puede defenderse y la que espera una respuesta pronta y cumplida a su demanda de justicia.