Desde el momento en que Alemania se empezó a proyectar como potencia imperialista a fines del siglo XIX, surgió la noción de lebensraun que en alemán significa “espacio vital”. Con el ascenso del fascismo alemán, la noción cobró todavía más importancia y Europa Central y Europa del Este fueron consideradas como el espacio vital para el imperialismo nazi. Sabido es que el fascismo fue el resultado de diversos factores, entre ellos el ánimo alemán, italiano y japonés de participar en la repartición imperialista del mundo, reparto al que habían llegado tarde. El fascismo fue entre otras cosas, una búsqueda airada de recuperar la grandeza imperial perdida y ese ánimo nacionalista imperial y la promesa de una mejor vida para la población de dichos países, le dio al fascismo su base de masas y lo convirtió en un hecho nacional popular de carácter regresivo.
El nuevo arribo de Trump a la Casa Blanca, mutatis mutandis, tiene motivaciones similares. Al igual que Alemania e Italia, hoy Estados Unidos es una potencia que ha hecho de la recuperación de la grandeza imperial perdida un poderoso agregador de masas a un proyecto de carácter neofascista. Las aparentemente disparatadas pretensiones de Trump sobre Groenlandia, el que Canadá sea el estado 51 de la Unión Americana, el cambio de nombre del Golfo de México, el tratar de arrodillar al México de la 4T y la reivindicación de reapropiación del Canal de Panamá, forman parte de la convicción de que en el actual momento mundial, las américas son concebidas por los grandes poderes detrás de Trump, como el “espacio vital” de los Estados Unidos.
Make America Great Again (MAGA) es el slogan que sintetiza la nostalgia imperialista estadounidense que expresa sin eufemismos el trumpismo. Es la reacción al surgimiento meteórico de China como la gran potencia que lo desafía y que en poco más de cuatro décadas se ha convertido en su principal rival. Estados Unidos y China siguieron caminos inversos en los últimos cuarenta años. Con el arribo de Deng Xiaoping a la conducción de China, este país se abrió a la economía capitalista, se convirtió en la fábrica del mundo, usó el masivo mercado en su territorio como presión para que las inversiones extranjeras no sólo aprovecharan la mano de obra barata sino accedieran a hacer transferencia tecnológica.
Hoy China no solamente es una potencia industrial sino también tecnológica, al extremo de que apunta a ser el líder mundial de la llamada industria 4.0 (robótica, inteligencia artificial, nanotecnología, automatización, computación cuántica etc.,). A principios del siglo XXI, Estados Unidos registraba el 40% de las patentes mientras China estaba casi en cero. En 2020, China registraba 25% y estaba en empate con Estados Unidos en este registro.
Estados Unidos, como hicieron otras potencias capitalistas, trasladó sus industrias a la periferia, particularmente a China. Parecía un trato en la que todo el mundo ganaba: Estados Unidos y sus empresas se beneficiaban de la mano de obra barata, China recibía inversiones extranjeras, masificaba el empleo industrial, los consumidores estadounidenses gozaban de mercancías baratas. Estados Unidos esperaba que el sector servicios repusiera los empleos industriales perdidos, pero eso no sucedió así. El resultado fue una fuerza de trabajo precarizada laboral y salarialmente. En la segunda década del siglo XX, el 1% de la población en Estados Unidos controlaba casi el 40% de la riqueza mientras el 90% lo hacía solamente en 23%. Si a nivel externo es la decadencia imperial lo que impulsa al neofascismo trumpista, a nivel interno lo hace la rabia que provoca en el pueblo estadounidense la extinción del sueño americano.
Trump busca revertir las consecuencias indeseadas de la globalización neoliberal. La desindustrialización ha generado un enorme déficit comercial (alcanzó 375 mil millones de dólares en el primer mandato de Trump) particularmente con China, lo que ha provocado un gigantesco endeudamiento (pasó de 10.6 billones de dólares en 2010 a 20 billones al final de la década). China es poseedora de 1.3 billones de esta deuda. Hoy Trump en su discurso en Davos, exige a las demás potencias capitalistas invertir en Estados Unidos y con ello producir internamente lo que ahora compra además de expandir el empleo. Trump amenaza a esas potencias con aranceles a sus exportaciones si no le hacen caso. Su cometido es reindustrializar al país a través de impulsar la industria siderúrgica, la metalmecánica y la automotriz. He aquí la razón de su anuncio de que impulsará los vehículos de combustión interna, la derogación del Nuevo Trato Verde y su salida del Acuerdo de París que busca detener el calentamiento global. El resurgimiento del poder imperialista bien vale la probable extinción de la humanidad a fin de siglo.
He aquí el contexto del “espacio vital” trumpista. Y en ese lebensraun, se reafirma la visión de América Latina como “el patio trasero” y se recrudece el espíritu de la Doctrina Monroe. Nuevamente China aparece como factor de ese imperialismo recrudecido: mientras las importaciones estadounidenses en la región han caído un 50%, las importaciones de China se han triplicado al mismo tiempo que sus inversiones directas se han sextuplicado. América Latina es vista con razón por Washington como un enorme manantial de recursos naturales empezando por el petróleo y el oro de Venezuela. Además del gas, el litio, las tierras raras y el agua. El recrudecimiento del monroísmo hace necesario la supresión de los antiimperialismos de Cuba, Venezuela y Nicaragua, el abatimiento de los procesos progresistas en la región (únicos en el mundo) y el auspiciar el crecimiento de la derecha neofascista en la región,
El neofascismo trumpista no es pues un fenómeno circunstancial. Es producto de la necesidad de un capitalismo neoliberal cada vez más feroz porque cada vez es más depredador, expropiador y expoliador. Detrás del resurgimiento neofascista se encuentran las necesidades del gran capital como lo muestra la presencia en la toma de posesión de Trump de los hombres más ricos del mundo. Como en el fascismo clásico, el neofascismo trumpista es la respuesta a un imperio que se resiste a su declinación y a un enorme sector del pueblo estadounidense exasperado por la crisis neoliberal. Fascismo y neofascismo no son lo mismo ciertamente. Pero las consecuencias de este último para la humanidad serán iguales o peores.