Carlos Figueroa

carlosfigueroaibarra@gmail.com

Doctor en Sociología. Investigador Nacional Nivel II del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología de México. Profesor Investigador de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Profesor Emérito de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales sede Guatemala. Doctor Honoris Causa por la Universidad de San Carlos. Autor de varios libros y artículos especializados en materia de sociología política, sociología de la violencia y procesos políticos latinoamericanos.

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La noche del domingo 4 de febrero de 2024, la plaza frente al Palacio Nacional de El Salvador estaba abarrotada. Miles y miles de seguidores vitoreaban y aplaudían cada frase que el triunfal presidente daba su discurso de la victoria. Nayib Bukele afirmaba que en El Salvador se habían todo todos los récords. Nunca antes, dijo Bukele, un triunfo electoral había sido tan contundente. No le faltaba razón, los resultados arrojaban una victoria aplastante de su candidatura por un 85% de los votos en primera vuelta.  Nunca antes, agregó Bukele, la victoria había sido con tanta diferencia con respecto a sus oponentes. Tampoco le faltaba razón, sus oponentes Manuel Flores del FMLN y Joel Sánchez de ARENA, habían obtenido 6.4 y 5.6% respectivamente. Nunca antes, la mayoría oficialista en el Congreso legislativo había sido tan demoledora. Nuevamente Bukele hablaba con verdad: de los 60 escaños su partido Nuevas Ideas había obtenido 58.

Acto seguido, la pieza oratoria del presidente empezó a perfilarse en su vena dictatorial. Su encendido discurso recordó que en 2019 se había destruido al bipartidismo del FMLN y ARENA. En 2021 se había obtenido una mayoría calificada lo cual había facilitado remover a la fiscalía general y a la Sala Constitucional poniendo en su lugar a gentes afectas al presidente.  Con ello se habían creado las condiciones para que en marzo de 2022 se instaurara indefinidamente (renovado mensualmente) el Estado de excepción. Ahora en 2024, el triunfo electoral había instaurado por medio de las urnas un régimen de partido único. En efecto, el triunfo aplastante de Bukele, su estilo autoritario, hace que su persona mantenga un control extraordinario sobre las diversas instancias del Estado salvadoreño.

¿Se trata de una dictadura? De ninguna manera según el imaginario del dictador en ciernes. Lo que ha sucedido en El Salvador no es más que el resultado de la voluntad popular. En las elecciones que se han celebrado desde 2019, como dice el presidente salvadoreño, “se ha oído la voz del pueblo”. Tampoco falta a la verdad Bukele en esta aseveración. Y agrega, si democracia es el “gobierno del pueblo”, los contundentes triunfos de Bukele y su partido refrendan la definición clásica de democracia.

Dice Bukele, instaurando una nueva narrativa de la historia salvadoreña, que lo que sucedió en El Salvador fue que, durante diez años de guerra civil, los salvadoreños se mataron entre ellos porque se pusieron a pelear una guerra que no era de ellos. Esa guerra no fue producto de una revolución en contra de una oligarquía expoliadora y protegida por una dictadura militar. Esa guerra no fue más que la guerra entre Occidente y la Unión Soviética, potencias que pusieron a matarse entre sí a los salvadoreños en lugar de pelear ellos mismos. Luego vinieron los Acuerdos de Paz de 1992, que resultaron ser una farsa que solamente benefició al FMLN y a ARENA. No solucionaron los problemas de los salvadoreños y nunca hubo paz. En lugar de ello a los 85,000 muertos de la guerra civil se sumaron los 100,000 provocados por la violencia delincuencial y la proliferación de las pandillas llamadas maras. Estas llegaron a controlar el 85% del territorio nacional. Toda esa tragedia sucedía hasta que llegó él, Bukele y como dice la canción de Carlos Puebla, “mandó a parar”.

La oposición de derecha e izquierda a Bukele está tan debilitada, que su discurso de la victoria no estuvo dirigido a combatirla. El objetivo de su discurso fue enderezado contra sus críticos de la comunidad internacional y sus organismos que lo han estado acusando de encabezar un gobierno autoritario. Bukele en su discurso creó un nuevo enemigo. Ese enemigo son todos aquellos actores internacionales que mendazmente lo critican. Son los mismos que enviaron de regreso a El Salvador a los pandilleros que se habían criado en las calles de diversas ciudades de California y otras entidades federales de los Estados Unidos. Son los mismos que lo critican cuando él en sus discursos hace referencia a Dios porque son ateos y hacen que los pueblos que gobiernan sean ateos.  Son los mismos que se enojan porque su gobierno privilegia los derechos humanos de la gente honrada y no los de los pandilleros.

A Bukele no le importa que lo acusen de dictador. Finalmente, el pueblo salvadoreño está feliz con su gobierno. Tiene su lógica tal felicidad. Los gobiernos de ARENA y el FMLN no solucionaron la rampante violencia delincuencial ni la insultante corrupción gubernamental. Al arribo de Bukele 18 salvadoreños eran asesinados al día, ahora esa cifra ha bajado a 0.4. En las postrimerías del bipartidismo la tasa de homicidios en El Salvador era de 104 por cada 100,000 habitantes, ahora esa tasa está en 2.4. En ese momento había 6,570 asesinatos al año y ahora 2023 cerró con 154. La gente ha recuperado calles, plazas y centros de diversión. Y el discurso anticorrupción forma parte de la narrativa presidencial cotidiana.

El pueblo salvadoreño está contento con la imagen enérgica y autoritaria de Bukele. No le causó mella haber invadido en febrero de 2020 la sede del poder legislativo con todo y fuerza militar, para que lo/as legisladores aprobaran su Plan Control Territorial enfilado a recuperar el territorio y comunidades controlados por las maras. Otras medidas autoritarias son la explicación de su aplastante triunfo el 4 de febrero: ruptura de la tregua con la Mara 18 y Mara Salvatrucha en marzo de 2022; sacar al ejército a las calles y el inicio de una aplastante ofensiva militar que lo llevó a encarcelar a entre 60 y 70,000 personas en un lapso de siete meses; establecimiento de un Estado de sitio que se ha renovado 19 veces hasta enero de 2024; construcción de una megacárcel de 116 hectáreas con capacidad para 40,000 reclusos; encarcelamiento de 100,000 personas (1.6% de la población).

El poder legitimador que da el cumplimiento del pacto hobesiano (el que postuló Thomas Hobbes en su libro El Leviatán) que aplaude un estado absolutista si este otorga seguridad a la ciudadanía, es lo que explica la gran popularidad de Bukele. Al pueblo salvadoreño no parece importarle mucho que el Estado de excepción suspenda las garantías como el derecho a defensa jurídica y a ser informado de los cargos imputados; violabilidad de la correspondencia; intervenciones telefónicas sin órdenes judiciales; que se establezcan  períodos indefinidos de detención preventiva; juicios en ausencia; condenas de hasta 10 años de prisión a niños y niñas de entre 12 y 16 años; de 20 años a mayores de 16; condenas de entre 20 y 40 años de prisión a los que sean partes de las pandillas y de 40 y 45 a sus líderes; suspensión de libertad de reunión y asociación. No parece importarle mucho el peligro que implican estas medidas para la democracia, la libertad de expresión y el riesgo creciente de una dictadura.

El pueblo salvadoreño está feliz. En los próximos cinco años Bukele tendrá que resolver otros problemas como la desigualdad, la pobreza, el desempleo y la informalidad. Tendrá que demostrar que su trabajo va más allá sus obras faraónicas; tendrá que abandonar caprichos como volver al bitcoin moneda corriente (desacierto que costó cientos de millones de dólares); tendrá que pedirle a Dios que no venga algún desastre económico. Sólo así, la dictadura que ya empezó a construir podrá prevalecer.

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