Carlos Figueroa Ibarra
El lunes 10 de enero el Comandante Daniel Ortega Saavedra, combatiente antisomocista desde su juventud, preso político y dirigente político-militar del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) asumió su quinto mandato presidencial, cuarto consecutivo y segundo en fórmula presidencial con su esposa Rosario Murillo. El antiguo insurgente es un mandatario de setenta y seis años y tendrá ochenta y uno cuando termine su periodo en 2027. Una organización que dice ser independiente (Urnas Abierta), afirma que en las elecciones de noviembre de 2021 se eligió a Ortega solamente con el 18.9% de los 4.9 millones de nicaragüenses que tenían derecho a votar. Cifra contrastante con las oficialistas, que afirman que en dicho proceso habrían votado 65% de los votantes y que el triunfo de Ortega-Murillo se obtuvo con el 76% de los votos.
Que EUA, la OEA y la Unión Europea y cuarenta países más hayan decidido no asistir, francamente no me quita el sueño. Sí me alarmaron las noticias que corrieron en las primeras del 10 de enero emitidas a través del Jefe de la Oficina de la Cancillería de México, en el sentido de que el Gobierno de México no enviaría a ningún representante a la toma de posesión de Daniel Ortega. Mi molestia iba en aumento al mismo tiempo que seguía la rueda de prensa mañanera de Andrés Manuel López Obrador -la última que dará en esta semana porque ya confirmó que nuevamente está contagiado de Covid-19-, cuando el propio presidente desmintió esa aseveración diciendo que asistiría el delegado de la cancillería en la Embajada en Managua.
Mi molestia no nace de mi adhesión incondicional al gobierno Ortega-Murillo. Confieso que tengo muchas inquietudes sobre su naturaleza y que al terminar de leer la última novela de Sergio Ramírez, “Tongolele no sabía bailar”, aumentó el sabor amargo en mi boca. Mi molestia surgió del hecho de que si el gobierno mexicano no hubiera enviado un representante a esa toma de posesión, hubiese sido profundamente incongruente con la política internacional que ha seguido: buenas relaciones con todos los países y no injerencia en los asuntos internos de los mismos.
Por lo demás, resulta claro que muchas de las acciones del gobierno Ortega-Murillo, son ajenas a lo que la 4T deplora enfáticamente en México: cruentos hechos represivos, reelección, nepotismo, presos políticos, cierre de periódicos y corrupción. Resultan impensables en el México de la 4T una manifestación callejera que termine con decenas de muertos y heridos, el encarcelamiento del deplorable Claudio X. González, la prohibición de la más deplorable “Mexicanos unidos contra la corrupción” y la reelección de Andrés Manuel a pesar de su 70% de popularidad.
He aquí los sentimientos mixtos que tenemos los/as que apoyamos críticamente al sandinismo: la mayor parte de la oposición nicaragüense nos resulta impresentable, los enemigos externos del gobierno nicaragüense son todavía más deleznables, no podemos sumarnos al coro reaccionario de doble estándar que alaba la democracia e ignora cruentas represiones neoliberales. Pero la transformación progresista será democrática y respetuosa de los derechos humanos, o no lo será.