Adrian Zapata

zapata.guatemala@gmail.com

Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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¡Es Navidad!, la fiesta más comercializada del año, con lo cual se distanció de su naturaleza. Más allá de las creencias religiosas que podamos tener o careciendo de ellas, debemos tener presente que a quien se adora es a un niño que nace en un pesebre, pobre, perseguido por quienes tienen pánico ante la posibilidad de perder sus poderes, rodeado de pastores y nobles animales (ovejas, corderos, mula, buey…). Aunque también hay tres “colados”, los famosos reyes magos que le llevan obsequios significativos, relacionados con la realeza espiritual del recién nacido, su divinidad y el presagio de su sacrificio (oro, incienso y mirra).

Pero la formidable capacidad del capitalismo de convertirlo todo en mercancía desnaturalizó esta historia y su contemporánea conmemoración.

Lo relevante ha llegado a ser las luces, los cohetes y, por supuesto, los regalos. Se ha distorsionado tanto la historia que ahora la pregunta que se le hace a los patojos es ¿qué te trajo el Niño Dios? Es decir que se espera que el pobre sea quien traiga los regalos.

Pero, además de esta desnaturalización de la Navidad, se ha ido eliminando la tradición de su festejo. En las casas ya casi no hay pesebres, hay árboles adornados lujosamente (desde los exquisitos hasta los rústicos), comemos chompipes horneados a los cuales llamamos pavos e inclusive les ponemos el apodo de “Christmas turkey” en lugar de los tamales de antes.

Quienes entienden que al Niño Dios, en su pobreza, no se le puede pedir regalos, han recurrido a la figura de un viejo gordo, ridículamente vestido, Santa Claus le dicen, que en un trineo, transporte diseñado para las nieves, recorre el mundo entero, sin importar si se trata de un desierto, de una selva, de un altiplano, personaje que tiene la capacidad de llegar a las casas de Raymundo y medio mundo para, deslizando su hermosa panza, entra en la chimenea de las casas de todos los niños del mundo, a la misma hora, para dejar los regalos en el arbolito de Navidad.

Pese a todo lo anterior, y aunque resulte difícil creerlo después de todo lo dicho, quiero aclarar que no pretendo ser un Grinch. Es más, hasta disfruto, como buen colonizado clasemediero, todo el peso ideológico y comercial que predomina en esta celebración.

Más bien pretendo rescatar la espiritualidad, no necesariamente religiosa, que caracteriza esta fiesta cristiana.

Y, como ya se habrán percatado, lo primero que quiero reivindicar hoy es la presencia de la pobreza, la exclusión y la rebelión en esta conmemoración. El Niño Dios nació en la mayor penuria, con el designio ¡divino! de líder de la rebelión, inspirada en el ideal de que “otro mundo es posible”, ojalá acá en nuestra terrenal convivencia, sin tener que esperar hasta el “más allá”.

Pretendo también que reflexionemos sobre la perversión mercantilista que le dio cara vuelta a la espiritualidad de la conmemoración, aterrizándola en el desenfreno consumista (que pronto se expresará en “la cuesta de enero”).

Y quiero, de igual manera, apreciar el valor de la familia en la sociedad, aunque no necesariamente de la familia “tradicional y patriarcal”, especialmente en sus valores sustentados en el amor y la solidaridad incondicional, más no como el egoísta espacio desde el cual se borra todo lo que está más allá de ella.

Así que mis mejores deseos porque todos estén pasando una Feliz Navidad, aunque obviamente los pobres y excluidos poco tienen que ver con este ingenuo deseo.

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