En una democracia liberal no es posible hacer política sin hacer negociaciones, siempre que no conduzcan al debilitamiento del Estado.
Con relación a las negociaciones, hay dos cosas que quiero subrayar.
Una se refiere a sus límites. No hay que convertirlas en mecanismos paralizadores de la acción política. Debemos entender los consensos como el mayor acuerdo posible entre los disensos existentes, tal cual lo dijo un dirigente político del siglo pasado.
En los gobiernos constituidos a partir de alianzas y coaliciones, quien dirige debe ser “un Director de orquesta”, que logre la interpretación de una sola pieza musical, a pesar de que participan diferentes instrumentos, desde los violines hasta los timbales. En otras palabras, en esas condiciones, un dirigente político debe negociar para poder cumplir su papel unificador.
La segunda cosa que quiero subrayar es el riesgo de convertir las negociaciones en componendas. Esta distinción se define por el contenido de las mismas, los intereses que subyacen y las correspondientes formas que ellas asumen. Los contenidos y los intereses subyacentes no pueden ser de naturaleza privada (beneficios personales o de grupos). Y las formas no pueden basarse en los chantajes, las amenazas o las mentiras.
A partir de los criterios anteriores, quiero hacer las siguientes reflexiones.
En Guatemala, no hay un gobierno de coalición. Quien lo dirige tiene una legitimidad política derivada de su contundente triunfo electoral (por las razones que haya sido). Por consiguiente, no es pertinente realizar negociaciones al interior del mismo que terminen empantanándolo. La Vicepresidencia y los Ministros y Secretarios deben responder al liderazgo político del Presidente.
Ahora bien, en su relación con actores sociales y políticos más allá de su gobierno y “su” bancada legislativa, las negociaciones son necesarias, más bien fundamentales, sea que éstas las realicen los diputados o el propio Presidente. Un resultado tangible y significativo de estas negociaciones se ha expresado en la agenda legislativa que se ha impulsado.
Pero es aquí donde es pertinente definir si se ha traspasado el límite que distingue las negociaciones de las componendas.
Hace apenas algunas semanas se criticaba fuertemente al Presidente y a los diputados oficialistas por su incapacidad de negociar. Se les calificaba de prepotentes, ignorantes del quehacer político e inflexibles. Pero ahora, el tono de algunas críticas ha sido al revés. Se les señala de haber traspasado el límite, refiriéndose a lo que se practicaba en gobiernos anteriores. Estas argumentaciones suelen venir de quienes intentan desgastar el ejercicio de un gobierno “progresista”, sea por temores al rumbo programático que pueda seguir el Presidente o por el interés de mantener la impunidad que garantiza la continuidad de la corrupción.
En todo caso, el bloque que actualmente conforma el poder político (ejecutivo y diputados oficialistas), debe hacer un análisis permanente sobre la legitimidad de su práctica política en los acuerdos que alcance en el legislativo. ¿Han negociado otorgando concesiones a intereses particulares (personales o de grupos?
Lograr que Semilla no sea cancelado es, en las actuales condiciones de judicialización de la política, un interés legítimo. Pero subordinar a este interés su práctica legislativa sería inconsecuente.