Adrian Zapata

zapata.guatemala@gmail.com

Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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En una democracia liberal no se puede concebir la política sin la negociación. Bueno, yo diría que en todos los ámbitos de la vida, privada y pública, la negociación es una acción permanente, de manera implícita o explícita. Sin ella, la convivencia satisfactoria resultaría difícil.

Pero esa palabra ha sufrido un gran desgaste, se le ha satanizado. Se le concibe como el antónimo de la firmeza y se desprecia a quienes la practican.

Hay que devolverle la honra a esta controversial palabra, pero debe hacerse una revalorización crítica de ella. Por una parte, no se le puede idealizar.  Atrás de cualquier negociación está una correlación de fuerzas que inclina el lado que pesará más en los resultados que se obtengan. Y, por la otra, es determinante el contenido que se negocia. Hay intereses y pretensiones legítimas que pueden estar encontradas. Pero hay otros que pueden ser pérfidos en sí mismos. El límite entre una y otras son los bienes que se negocien. Estos pueden ser virtuosos o siniestros.

Pero además de estas categorías para calificar la negociación, también está la relacionada con los incentivos a los que se recurra para obtener lo que se quiere. Para ponerlo en términos más concretos, en la arena política no es lo mismo que un diputado negocie pidiendo determinados proyectos de utilidad colectiva para su circunscripción, que el que negocia el monto de la coima de la cual depende su decisión.

Lo anterior significa que la negociación por sí misma no puede ser catalogada en términos positivos o negativos. Esta calificación dependerá de lo que se expresa en los párrafos precedentes.

Traigo a colación la anterior reflexión para opinar sobre la reciente elección de las cortes, tanto la Suprema como las Salas de Apelaciones.

La euforia de los diputados que son la expresión legislativa de las redes político criminales ante el resultado obtenido en la elección de los Magistrados de la Corte Suprema de Justicia, fue una manifestación de alegría ante el triunfo de haber podido incluir a determinados magistrados que ellos piensan les garantizarán la continuidad de la impunidad que arrope su corrupción.

Por otro lado, las declaraciones de los diputados representantes de Semilla en esa ocasión fueron patéticas, tratando de aparentar que no habían sido derrotados, a pesar de haber tenido que negociar con sectores políticos caracterizados como parte del llamado pacto de corruptos y haber sido burlados en el último momento.

Está claro entonces que los intereses en confrontación de cara a la elección de las cortes son fácilmente definibles y que giran alrededor de garantizar la continuidad de la corrupción o el inicio de la recuperación de una justicia independiente.

Ahora, que escribo esta columna, se están dando los resultados de la elección de los magistrados de las Salas de Apelación y muchos aseguran que han sido más cercanos al logro de una eventual independencia de la justicia. Ya veremos.

Por todo lo anterior, es fácil concluir que las negociaciones en el Congreso para elegir a las nuevas cortes fueron perversas. Los contenidos que se negociaron, así como los intereses y los incentivos que se dieron, son los correspondientes a esa calificación.

Pese a lo anterior, este cambio en las cortes abre una posibilidad optimista si los magistrados electos efectivamente se distancian de quienes pretendan cooptarlos. Si no lo hacen correrán el riesgo de solo ser utilizados. Deben verse en el espejo de Consuelo Porras y de Rafael Curruchiche. Para las mafias político criminales esos “personajes” son material desechable.

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