Recién finalizada la Semana Santa regresamos a la cotidianidad laboral y anímica. Y es en relación con esto último que quiero comentar ahora.
El pueblo católico toma las calles durante estos días, especialmente el Viernes Santo. El avance que ha tenido el protestantismo en cuanto a su feligresía se ve deslucido ante la masividad que caracteriza las procesiones. La religión católica es una, mientras las iglesias protestantes crecen como hongos dispersos. Y eso es lógico, pensando en los orígenes de su auge en Guatemala y en otros países latinoamericanos. Su surgimiento fue parte de una estrategia contrainsurgente cuyo propósito fue promover la ruptura del tejido social, dividir al pueblo. Por consiguiente, su manifestación es dispersa.
Pero más allá de apreciar esta cohesión espiritual de los católicos, es importante observar algunos aspectos relacionados con los elementos comunes que la caracterizan. La masiva convergencia social se produce ante un dolor: la pasión y muerte de Jesucristo.
En primer lugar, está el sentimiento del pecado, ese que los “devotos cargadores” pretenden expiar con el cumplimiento de la penitencia y que llega al punto de realzar la pasión y muerte de Jesucristo por encima de la resurrección. Pareciera entonces que nos une la pena, más que la emancipación que significa la resurrección, que es el triunfo de la vida sobre la muerte.
Traigo a colación las anteriores reflexiones con el objetivo de pensar, a partir de lo expresado, en la realidad sociopolítica que hemos estado viviendo en los últimos meses. La democracia estuvo en grave riesgo y, de alguna manera, aún continúa amenazada. ¡Esa pena nos juntó!
Parece que la superación de la pena no da lugar a la resurrección, que debería ser el objetivo central que se persigue. Es alrededor de este propósito que debería producirse la más amplia convergencia social posible.
Sería lamentable que necesitemos de la desgracia para podernos unir. Ciertamente, el gobierno presidido por Bernardo Arévalo no es, en sí mismo, la resurrección de Guatemala. Pero puede ser el inicio de la lucha para lograrlo. Resucitar nuestro país es terminar con la cooptación criminal de la institucionalidad estatal que aún vivimos. Pero también es iniciar el proceso para remontar las raíces estructurales que producen la pobreza, la desnutrición y la exclusión.
Cambiemos la lógica predominante durante la Semana Santa. No nos cohesionemos sólo para cargar el anda del dolor. Intentemos hacerlo también para resucitar. Unámonos también para ello.
Pero el camino de la resurrección requiere un liderazgo. Uno que no se separe de su pueblo. El presidente Arévalo parece tener esa sensibilidad.
Paralelamente, los diversos liderazgos sociales y políticos que estén identificados con esa resurrección del Estado tienen la responsabilidad de ejercer tal atributo en la búsqueda de los objetivos con los cuales identificamos la resurrección del país.
Así que, recurriendo a una similitud, la masividad y solemnidad que caracterizó el Santo Entierro de los católicos debe dar lugar a igual o mayor aglutinamiento para empujar, desde ahora, la procesión de la resurrección de Guatemala. Si lo hacemos, algo podremos avanzar en los próximos cuatro años.