El descrédito que goza la política no es casual. Por lo menos tiene dos raíces de sustento. Por una parte, hay que considerar la deificación que se hizo del mercado durante los cuarenta años de predominio neoliberal, es decir de todo lo privado; y la demonización que sufrió el Estado, o sea todo lo público, donde la política está en primer lugar. Pero también no es poca cosa la deslegitimación que sufrió la política debido a la corrupción que, de manera generalizada, privó en su ejercicio, incluyendo a derechas e izquierdas. Si el poder no estaba en juego porque todo estaba ya definido (el “fin de la Historia”), lo que quedaba como incentivo para quienes practicaban la política ya no fueron los valores ideológicos que anteriormente la sustentaban, sino que los beneficios privados que se obtenían, los cuales se buscaban en una espiral de ambición de enriquecimiento.
A esa degradación que definió la política mundialmente, en algunos países, entre ellos obviamente el nuestro, se añadió su criminalización. Se fueron construyendo redes político criminales cuya fuente de acumulación no fue su participación competitiva en los mercados nacionales o internacionales, sino que los negocios ilícitos con el Estado y la impunidad que los garantizara.
Esta realidad económico política se fue consolidando y la política se convirtió en las tranzas entre las redes político criminales para distribuirse los negocios ilícitos a partir, fundamentalmente, del presupuesto nacional.
En los tiempos del auge de la CICIG tuve oportunidad de escuchar a ese tipo de políticos diciendo que en poco tiempo ya no valdría la pena “dedicarse a la política”.
Pero como todos sabemos la “convergencia perversa” integrada por la alianza entre las élites empresariales tradicionales y las redes político criminales lograron deshacerse de la CICIG y que se produjera un retroceso hasta el punto que los niveles de cooptación de la institucionalidad estatal se consolidaron como nunca. La “moneda de cambio” para lograr acuerdos entre las redes político criminales fue la tranza política llevada a cabo principalmente a través del presupuesto nacional.
La negociación, propia de la política en un régimen democrático, desapareció y, en su lugar, se instituyó la tranza política, cínicamente grotesca, que no guardó forma alguna.
Contra esa realidad votó la ciudadanía guatemalteca y eligió a Bernardo Arévalo. Las principales expectativas están dadas en que efectivamente se combata la corrupción y la impunidad.
Y estando tan deslegitimada la política, cuesta mucho entender la necesidad de la negociación para poder gobernar. Máxime cuando la oposición es ejercida, principalmente, por las redes político criminales que dominan el Congreso de la República.
Bernardo Arévalo tendrá el reto de reivindicar la negociación política, al mismo tiempo que excluye la tranza política. La diferencia sustancial son los contenidos que se aborden. En la medida en que ellos sean intereses privados basados en privilegios, lo que suele darse son tranzas. Si lo que se discute son acuerdos relacionados con intereses legítimos, aunque pueden ser contradictorios, habrá una negociación política.
Y aquí hay que entender que habrá determinados intereses sectoriales que, aun siendo sustancialmente privados, deberán ser objeto de negociación, siempre que ésta se realice teniendo como horizonte irrenunciable el “bien común”.
Arévalo tiene que abrirse a las negociaciones políticas para poder gobernar y abrirle camino a su agenda programática. Esto deberá comprenderlo la ciudadanía.