Las generalizadas movilizaciones sociales que se están realizando en el país han tenido una dimensión cuantitativa sorprendente y expresan una lógica que no ha sido la tradicional. Al menos cuatro son los fenómenos que la demuestran.
En primer lugar, están los actores que la lideran, las autoridades ancestrales de los pueblos indígenas, rol que juegan de maneras diferentes a las usuales. Ellos no lo pidieron; se manifestaron en sus territorios y el ejemplo impactó a nivel nacional, en un proceso que se desarrolló de lo rural hacia lo urbano. Estos actores no son de surgimiento coyuntural. El adjetivo “ancestrales” refleja su naturaleza, su tradición histórica heredada intergeneracionalmente.
En segundo lugar, encontramos la naturaleza de la reivindicación enarbolada. La narrativa que la explica y justifica tiene una gran profundidad. Su bandera es la defensa del carácter democrático y republicano del Estado guatemalteco, el cual, dicho sea de paso, los ha excluido. Defienden el voto y la alternabilidad en el ejercicio del poder, elementos esenciales de la democracia liberal. No responden a Bernardo Arévalo y menos aún al partido Semilla.
En tercer lugar, están las formas de la protesta. No son los palos, las piedras, las molotov, las capuchas, las que prevalecen. Son las caras descubiertas, la música, los bailes, la solidaridad colectiva, las conversaciones con los contingentes policiacos. Esas son las formas de estas manifestaciones.
Las expresiones gráficas de lo referido son las fotos, los videos, de poblaciones que se posicionan en sus carreteras, en sus pueblos, en sus zonas urbanas. Estas fotos son policromáticas, predominan las coloridas vestimentas de los pueblos indígenas. Pero también destacan las indumentarias propias de los sectores populares, barriales.
Y, en cuarto lugar, encontramos el elemento fundamental que caracteriza este fenómeno sociopolítico: su territorialidad. El nombre de quienes prendieron la chispa de la movilización es clara muestra de ello. Los ya famosos y legitimados “48 Cantones” es una organización claramente territorial. Luego, el incendio de indignación ciudadana siguió este mismo rumbo. El resto de las autoridades ancestrales y las alcaldías indígenas fueron decidiendo y actuando desde el ámbito local que les es propio. Y el “contagio” urbano también siguió el mismo patrón. No fue “la plaza” el símbolo de la movilización. Ahora fueron, para denominarla de alguna manera como ya varios lo han hecho, los “barrios” y los “mercados”.
En síntesis, ahora no es la “izquierda Pink”, casi siempre onegenera, la que impulsa el espejismo de “la revolución de colores”. Es un movimiento pluriétnico, pluricultural, sin anclaje de clase, ni de segmentos de ellas. Es la expresión nacional del movimiento progresista latinoamericano, pero sin la hegemonía ideológica tradicional.
El desarrollo que tendrán estas movilizaciones aún es coyunturalmente incierto. Podría decantarse también por dinámicas territoriales, eventualmente diversas. En todo caso, ya han alcanzado impactos que eran impensables hace apenas seis meses.
En ese contexto, Bernardo Arévalo comenzaría su gestión en enero con una amplia legitimidad social y política que no era previsible, lo cual implicará un tremendo reto: ¿cómo administrar dicha legitimidad caracterizada por esa pluralidad ideológica, política y social en una sociedad esencialmente excluyente y desigual?
Pero, por el momento, la prioridad sigue siendo que el golpe de Estado en curso no tenga éxito.