En el año 2015, cuando la CICIG y el MP, con el respaldo de los Estados Unidos, enjuició al entonces Presidente Otto Pérez Molina, su defenestración se sustentó en las movilizaciones que se produjeron. En ellas participaron fundamentalmente clases medias, urbanas y ladinas. Esa crisis política tuvo una solución en la celebración de elecciones donde triunfó una opción primitiva y conservadora, que contó con el apoyo de las élites empresariales y la bendición gringa. Me refiero a Jimmy Morales.
Ahora, ocho años después, estamos en una nueva crisis política, en un punto de inflexión, donde se define no sólo la pervivencia de la democracia, sino que también las posibilidades de recuperarla vinculada a la búsqueda de la justicia social.
Hoy no son los ladinos clasemedieros quienes se movilizan motivados por una justa indignación ante la corrupción, sin otra perspectiva que derrocar a un gobierno que la encarna. No son las ONG, frecuentemente convertidas en cajas de resonancia de “la Embajada”, las que juegan un protagonismo de primer orden.
En esta oportunidad son los pueblos indígenas, los campesinos, quienes se movilizan con una reivindicación cualitativamente diferente a la existente en el 2015. Reivindican la piedra angular de la democracia liberal: el respeto al resultado electoral, a los votos que contundentemente fueron en favor del triunfo de un candidato no sólo progresista, sino que portador de una carga histórica de dignidad que le impone el legado revolucionario de su padre, el Presidente Juan José Arévalo.
Los indígenas y los campesinos defienden una democracia republicana, en un Estado que los ha excluido, uno que no lo consideran propio porque no reconoce la naturaliza plurinacional que lo caracteriza.
Ellos son la punta de lanza para la recuperación de la democracia. Seguramente se irán sumando otros actores sociales, que meritoriamente aportarán en esta lucha por la democracia.
La movilización social es la opción, porque la vía institucional para lograrlo se agota. Incluso los indígenas cumplieron con ese vano intento de recurrir a ella. Toda la institucionalidad los ignoró, les ninguneó su importancia y capacidad de construir una correlación de fuerzas sociales que los pudiera afectar.
El único resquicio que les queda a quienes les aterroriza una salida popular a la actual crisis política es que se defina esa leguleya discusión sobre la competencia que corresponde al TSE en la materia electoral y anule la competencia espuria que al respecto asumen, desde la materia penal, el MP y el juez que con complicidad explícita resuelve favorablemente todas sus peticiones.
Pero, en todo caso, la institucionalidad ya no es la correspondiente a un Estado republicano y democrático. No hay independencia de poderes.
Por todo lo anterior, afirmo que esta crisis es una oportunidad histórica para Guatemala. De su superación no ha de emerger un payaso, en sentido peyorativo no irrespetuoso de quienes se dedican a tan loable profesión, como Jimmy Morales, ni un esquizofrénico como Giammattei.
Sólo queda el incremento de la movilización ciudadana a nivel nacional. Que la punta de lanza que están siendo los indígenas y los campesinos abra la brecha para la expresión plural de la ciudadanía.
¡Viva Arévalo!, el de ayer y el de hoy, es la expresión popular de una esperanzadora salida transformadora a la actual crisis política.