Por: Adrián Zapata
Escuchando ayer un prestigiado programa de radio, en el cual se abordó el tema de la polarización y la relación de este fenómeno socio político con la democracia, me quedé reflexionando sobre el tema. En América Latina esta es una realidad vigente. Guatemala está en ese contexto.
Siendo que a la democracia le es inherente la participación política de diferentes y hasta contradictorias expresiones ideológicas, así como la capacidad de la ciudadanía de escoger la opción que prefiera, es perfectamente posible que mayoritariamente se aglutine alrededor de dos de ellas. Tal es el caso de los sistemas bipartidistas. En este escenario estaríamos ante la polarización de la participación ciudadana. Un ejemplo de ello es la historia de conservadores y liberales en Colombia, de Arena y el FMLN existente durante algunos años en El Salvador. En ambos casos la polarización era profunda.
La polarización política referida no necesariamente evita la existencia de minorías con representación política, o bien que el bipartidismo se rompa y surjan otros actores (Bukele, en El Salvador, por ejemplo). Esta clase de polarización, por lo tanto, es funcional a la democracia y hasta puede fortalecerla, evitando la dispersión de propuestas sin contenido, siempre que no anule la posibilidad y potencialidad que actores minoritarios, fuera del esquema bipartidista, puedan surgir y eventualmente desplazar a los hegemónicos.
La democracia debe permitir la expresión de todas las ideologías políticas que caben en el pacto social, cuya sustancia está contenida en la Constitución, garantizando el derecho a que, quienes las sustentan puedan competir por acceder al poder político del Estado.
Por lo anterior, es perfectamente legítimo que la participación política se pueda polarizar a partir de determinadas opciones partidarias.
Ahora bien, hay cierta polarización que es atentatoria a la democracia. Y ésta se manifiesta cuando, desde el ejercicio del poder se plantea como excluyente, es decir que persiga la eliminación de la oposición, siempre que ésta no transgreda el pacto social anteriormente aludido. Acordar dicho pacto es una capacidad inherente a la libre autodeterminación de los pueblos, que es donde radica la soberanía nacional.
La legitimidad del pacto social se prueba en la medida en que el mismo expresa el “bien común”, es decir que no sólo garantiza la preponderancia de lo colectivo sobre lo individual, sino también garantiza los derechos individuales, pero hasta el punto que el bien colectivo no se destruya por el ejercicio de los mismos. Por eso, cuando las desigualdades sociales son profundas y una minoría concentra el poder económico y político mientras la mayoría son excluidas, el bien común no puede existir.
Pero también hay polarizaciones que carecen completamente de legitimidad, como cuando ellas giran alrededor del enfrentamiento entre caudillos que defienden sus intereses individuales o se produce como producto de la defensa de antivalores (defender la corrupción y la impunidad, por ejemplo).
En la situación actual de Guatemala, la polarización que vivimos es promovida por los actores que han cooptado la institucionalidad estatal. Ellos persiguen la continuidad de dicha cooptación para mantener la corrupción y garantizar la impunidad. Esta polarización no debería existir porque la pretensión de sus promotores es incompatible con la existencia de un Estado de derecho (no de simple legalidad) y con la democracia.