Adrian Zapata

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Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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Por: Adrián Zapata

A quienes nos tocó vivir los años inmensamente cruentos del conflicto armado, seguro tenemos presente la acción criminal de la contrainsurgencia, tanto en las ciudades, como en el campo.

Guatemala era, en esencia, un Estado contrainsurgente. Su principal razón de ser era eliminar a la insurgencia y para ello recurría a la represión, en términos individuales y colectivos.

Respecto a lo primero, se trataba de terminar con la existencia de todas aquellas personas que, a juicio de los órganos de inteligencia castrense, eran líderes de las luchas sociales, las cuales asociaban directamente con el movimiento revolucionario. Esto incluía dirigentes sindicales, campesinos, estudiantiles, religiosos, intelectuales, etc. Se asesinaba también a los abogados que ejercían su profesión en defensa de las luchas de los sectores populares y de sus dirigentes. La inteligencia y la fe eran vistos como enemigos. Fueron innumerables los académicos asesinados, especialmente los sancarlistas (profesores y estudiantes), así como los delegados de la palabra que en su discurso religioso vinculaban la fe con la emancipación de los pobres y excluidos.

Con relación a la dimensión colectiva de la represión, las masacres eran continuas. Aldeas enteras fueron literalmente borradas del mapa. Los masacraban por ser, real o potencialmente, base social de la insurgencia (ser indígena no era la causa fundamental de su eliminación).

El Estado Contrainsurgente era totalitario. La noción republicana era solo un leve e insignificante manto. La institucionalidad en su totalidad estaba al servicio de los poderes contrainsurgentes, particularmente del ejército. Esta dramática realidad tenía múltiples cómplices y, en ocasiones, coautores de dicha cooptación contrainsurgente del Estado. Las élites empresariales tenían al ejército a su servicio para garantizar la continuidad del status quo, controlar la insurgencia y mantener el poder. Esta actitud se manifestaba como tolerancia cómplice y eventuales involucramientos directos. La tolerancia abrió camino a la simpatía por las acciones contrainsurgentes, por criminales que fueran. Aun sabiendo de la barbarie que estaba ocurriendo con la represión individual y colectiva, lo veían como un “mal necesario”, para contener el “riesgo del comunismo” en el país.

La razón por la cual evoco esa oscura etapa de nuestra historia es porque lo que estamos viviendo ahora parece un déjà vu. Tenemos la sensación de haber vivido antes lo que en el presente nos sucede. Pero, “afortunadamente”, hay una diferencia sustancial, ya no es, aún, la muerte física del enemigo lo que se produce. Pero ese enemigo ha sido reconstruido en el imaginario de quienes tienen la institucionalidad cooptada. La diferencia es que hoy el castigo de los opositores es la muerte civil. Con el control que tienen sobre la institucionalidad, perseguirlos y matarlos civilmente es fácil. La nueva estrategia es criminalizar la resistencia a su macabro camino de cooptación del Estado. El ejército ya no es el instrumento; son las cortes y el Ministerio Público.

La situación es tan dramática que se ha criminalizado hasta la lucha contra la criminalidad, no sólo las inconformidades sociales. La persecución delictiva (el MP), la justicia penal (cortes y juzgados) y el patrocinio profesional de los abogados están criminalizados.

En fin, es un déjà vu. Vivimos la muerte de los opositores, aunque ya no física, sino civil.

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